Se me encoge el alma cada vez que vengo a visitar a Lidia. Antes de presentarme ante su casa tengo que prepararme, ir dejando partes de mí por el camino, olvidarme de mi vida y hasta de las rutinas más elementales, para que cuando Lidia me abra la puerta yo pueda entrar limpia, siendo otra Sara que la que soy, reconvertida en la Sara que fui.
En casa me dicen que por qué lo hago, que cuál es la razón que me impulsa a visitar a Lidia sabiendo que cada visita me supone un costo psicológico tan evidente y un claro desgaste mental. Es cierto que me resulta agotador hacer un paréntesis en mi existencia para representar ante Lidia el papel de aquella otra Sara del ayer, el único que ella puede soportar y el único ante el que se siente cómoda y confiada.
—Porque Lidia es mi gemela —les contesto a mi marido y a mis hijos cuando me enfrentan a estas preguntas —y en su estado actual, sería incapaz de resistir la presencia de una hermana de vida normal, que trabaja de ocho a tres, con un marido y dos hijos adolescentes que le causan trastornos y preocupaciones, tipificados también dentro de la normalidad.
Porque con Lidia tengo que ser otra, retroceder hasta aquella Sara de cuando teníamos dieciocho y hablar con ella de aquellas cosas y en aquel mismo tono desahogado y simple, festivo, pletórico de ilusiones y expectativas, de futuros incógnitos pero siempre prometedores y venturosos como novios de novela rosa.
Y así sucede que cuando vengo a ver a mi hermana me arrastra con ojos chispeantes hasta el interior de su cuarto y abre el armario y comienza a parlotear mientras saca pantalones, suéteres, blusas y faldas y comienza a probárselos:
—¿Cuál crees que debería ponerme esta noche para el concierto? ¿Y para la cena con Sebas? ¿Me pasarás los apuntes de Química, que no he ido a clase desde hace una semana?
Estas son las preguntas que leo en su mirada, preguntas juveniles que no llega a hacerme pero que están latentes en sus manos mientras revuelve nerviosa ropas y zapatos y se arregla el pelo y ensaya peinados y me anima a que yo haga lo mismo.
Todo es un constante volver atrás, un juego deprimente y maníaco que yo le sigo porque sé que la hace feliz y la ayuda a soportar su lacerante soledad y su dolor.
Ignoro hasta qué punto es consciente de lo que hace y de lo que me obliga a hacer. Lidia nunca me pregunta nada sobre mi vida presente y no sé si es por resistencia a aceptar que la tengo o por miedo a aceptar que ella no posee algo semejante. Por eso sigo su juego; por eso suelto lastre antes de aparecer ante su puerta y retrocedo décadas para situarme allí donde mi pobre hermana ha decidido detener sus relojes.
A veces, cuando estoy con ella, viene a visitarla su médico acompañado de una enfermera muy agradable. Sé que a ellos les gusta que yo venga a verla con regularidad y no es que me lo hayan pedido de una forma explícita pero, gracias a la costumbre y a las ocasiones en que hemos coincidido junto a Lidia, se ha establecido entre nosotros una corriente de simpatía y algo más… El médico, con la conformidad de la enfermera, ve en mí una especie de alivio para el tratamiento de mi hermanita e incluso se vale de mi persona para enfrentarla a su delirio y tratar de extraerle una reacción.
En estos casos, como ahora mismo, el médico me guiña un ojo y comienza nuestro tácito juego que acepto gustosa porque sé que es por el bien de ella.
—Sara —me dice el médico —¿Ha venido hoy a verte tu hermana Lidia?
Y mientras la enfermera toma notas como otra parte del juego, la que a ella le toca desempeñar, yo le contesto que no, que no ha venido desde hace días, mientras ahora yo le guiño un ojo. Y el médico me mira con una sonrisa cómplice y yo miro a Lidia que parece ausente y ajena por completo, como si no nos oyera, como si no se diera cuenta de que estamos hablando de ella, provocándola para que reaccione.
—Eso está bien —asiente el médico —hace ya tiempo que no te visita y eso es muy buena señal ¿Estás segura de que no la ves ni la oyes?
—¡Claro que estoy segura! —le respondo yo con desenfado mientras me miro en el espejo y río al verme con la minifalda azul que Lidia se ha empeñado en que me pruebe.
El médico vuelve a sonreír y abre la puerta. La enfermera, como siempre, antes de salir dedica una mirada triste a la fotografía que Lidia tiene sobre la mesita.
Su marido y sus dos hijos, qué tragedia, muertos en un accidente hace cuatro años.
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