LA VERDAD EN LOS PUNTOS CARDINALES

LA VERDAD EN LOS PUNTOS CARDINALES

No sé si mi viaje cambió mi vida, pero sí que cambió la tuya.

No fue una situación predestinada, ni tuvo nada que ver la alquimia, ni la evolución de mis ancestros, ni gaitas parecidas. Sencillamente lo programamos así. Había que tomar una decisión; ganar dinero y buscar un futuro más próspero que el que parecía que tendríamos en el pueblo. Eramos pobres, como casi todos los vecinos en una época de posguerra. Todos los hombres jóvenes se iban y yo también tenía que emigrar para poder casarme. Eso era lo que hacíamos entonces los fuertes, los de pelo en pecho y sangre en las venas. Ojalá hubiese sido un cobarde, porque así habría tenido la posibilidad de ver crecer el vientre de tu madre, de estar presente el día del parto y de vivir contigo.

Decidimos que yo me iría. Más tarde que no volvería en la fecha prevista, porque allí estaba muy bien posicionado y los jefes me querían. Después, tu madre postergó contarme que estaba embarazada; hasta que se fue del pueblo sin enviarme ni una carta. Las únicas noticias que tuve fueron las de mi tristeza y las del vacío que encontré en el portal de la casa en la que ella vivía, aquella tarde que regresé. Y así, han ido pasando los años, a través de los cuales dejé de conocerte y de saber que existías.

Hasta hoy. Viniste a verme con tu hijo de quince años. Hiciste este viaje para cambiar tu vida y también la suya. Me llamaste padre y revolviste mi estómago y mi mundo casi perfecto. Ahora no sé que hacer. ¡Lo siento tanto!. Ninguno de los dos tuvimos la oportunidad de posicionarnos; de tener en cuenta otras alternativas, en las que tu habrías formado parte de mi historia y yo de la tuya de otra forma.

A pesar de todo, mi vida recorrió el camino planeado. Cuando regresé definitivamente, me casé con otra y tuve hijos. He vivido como todos los padres, preocupándome de ellos. El mayor —ahora el del medio, si te tengo a ti en cuenta—, ya está casado hace unos años. Se llama Andrés y se te parece un poco en los márgenes del pómulo y también en los ojos. Joaquín, el pequeño, todavía no tiene novia ni planea una vida en familia. A veces creo que nunca terminará de crecer. No tengo deudas, gracias a Dios, pero ha costado mucho llegar hasta aquí. Imagínate lo que ha sido: eres padre, puedes entenderme. Dos hijos fuera, estudiando al mismo tiempo y con una hipoteca y un negocio.

Ahora que ya estoy jubilado, creyendo que el único problema es aprender a desarraigarme del trabajo; del mostrador con olor a tabaco sin estrenar y de la gente que entraba cada día, a la misma hora, a pedir lo mismo; se me presenta un nuevo reto al que debo enfrentarme. Hablar con los puntos cardinales de mi casa.

Pensé que sería una sorpresa. Que nadie sabía nada.

Los del este están informados. Parece ser que en la aldea todos los saben.

Cuando llamé a mi hermano por teléfono, se estremeció de risa.

—¿Está aquí mi sobrino? —Preguntó— !Gran rapaz, si señor!. Menudo hijo tienes hermano. Me envía todos los años fotos del niño, !guapetón eh! ¿Comemos un día o qué?. Bueno, hay que ver primero como se lo toma Elvira…¿Pepe? ¿Estás ahí Pepe?.

Colgué el teléfono impotente y llamé a mi amigo de siempre.

En el oeste también lo saben.

A escasos kilómetros vive Esteban, en una casa a pie de playa. Todavía no entiendo como consiguió los permisos para la construcción. Nunca lo he visto trabajar. Decía que había heredado de sus padres el dinero que tenían en un banco de Suiza, donde emigraron y de donde nunca volvieron.

Esteban está viudo. Su mujer falleció hace dos años en un accidente de tráfico. Estaba muy bien posicionada en el ayuntamiento y debía ganar buenos cuartos porque en la casa nunca faltaron lujos.

Me invitó a comer un bruño que pescó de madrugada, —mientras te conocía a ti hijo mío—. Acepté porque necesitaba confesar un pecado que no sabía que había cometido.

—¡Que cabrón tu hijo!, no me ha llamado para decirme que estaba por aquí.

—¿Pero… lo conoces? —dije, entre asustado y aturdido.

—Claro. Veraneaban cada año aquí, en la playa, en el edificio del parque. Alguna vez que otra le llevé en la barca. Es un gran nadador.

En el norte, el silencio es sepulcral.

Sin haber comido más que unas patas del marisco, me fui en dirección al cementerio. Tenía que llorar a solas al lado de mi madre. Echo de menos las conversaciones con ella. Me gustaría tenerla ahora conmigo. Aún recuerdo la suavidad de su piel y su sonrisa traviesa al comer dulce. La vi de nuevo en la fotografía, que el más desalmado de mis hermanos decidió poner en la lápida. Desde aquel lugar de frío mármol, en blanco y negro y desteñida por los años; me miró con ojos que desvelan verdades ocultas. Ella lo sabía, puedo jurarlo.

Me sentí traicionado, herido y con ganas de vomitar. Salí a la calle un poco mareado. Decidí llamar a Elvira, mi mujer. No sabía cómo comenzar una conversación tan complicada. Somos como las aves rapaces de las palabras: frases cortas y directas. Pensé en ir a verla. Elvira está pasando unos días en Portugal, en Valença, donde mantenemos viva una pequeña casita con vistas al Miño que perteneció a sus abuelos paternos.

Aceleré el coche por la carretera de Tuy, para confirmar que no daría marcha atrás. La decisión estaba tomada. Le hablaría de ti y me comprendería.

Y allí, en el sur, mientras transitaba el pequeño recorrido de camino entre viñas que llega al hogar, te vi con Elvira en la terraza. ¡Claro!, ya os conocéis, ¿desde cuándo?.

Ahora estoy en la barca de Esteban, pescando. Estas cosas pasan. La noche está fría. La verdad, por fin, es mía. Mañana será otro día.

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