Recuerdos de Casa

Recuerdos de Casa

Jorge Iltis

26/01/2020

Recuerdos de Casa.

Mi segunda casa; mis padres dejaban la ciudad para irse a las afueras, a una antigua casona de campo. Mi padre era un empleado público que soñaba y era capaz de seguir sus sueños sin importar lo delirantes que resulten. Mi madre maestra, muy práctica y eficiente. Un hermano dos años más chico, otro seis.

Recuerdo cuando la visitamos por primera vez, para “decidir en familia” su compra; había arboledas, lugar para jugar a la pelota sin límites; un tanque australiano hecho pileta de natación; y la imponente construcción; se le podía dar cualquier título, casona, casa de campo, casco, etc. Para mí, con trece años, y mis hermanos, resultó irresistible.

Su parte superior era una prefabricada echa en Inglaterra. Toda la grifería tenía los nombres en inglés. Había una cocina a leña en el subsuelo – del tamaño este de un departamento mediano – que hacía funcionar una caldera dos pisos más arriba.

Las dos piezas y la sala de arriba se comunicaban entre sí a través de los muebles empotrados. El único baño, abajo, tenía la infaltable bañera enlozada con patas y grifería a la vista. En el living había una mesa, que aún posee la familia, para veinte comensales. Las paredes de abajo eran muy anchas, tres veces las actuales.

El garaje tenía fosa abajo. Un molino en el que se descendía por una escalera a una especie de cámara subterránea y de ahí a un pozo de dieciocho metros hasta los cilindros, en la napa. Además, estaba la despensa, de la que me adueñaría para usar de dormitorio, en un entre nivel, y la biblioteca, en donde uno iba a ver qué leer en las siestas de verano. Había varios de estos niveles, ya que el subsuelo elevaba la mayoría de la casa en más de un metro.

En líneas generales, no andaba nada. Ni la caldera, ni alguna grifería, el molino muchas veces estaba roto, la pileta nunca pudo contener más de medio metro de agua, y por breve tiempo. A la bomba de agua eléctrica (el molino solo ayudaba) se le rompía seguido la correa. El pozo de las aguas cloacales se llenaba rápido. Hasta que llegó el gas natural usábamos para calentarnos brasero y luego estufa a kerosene. Cuando se pinchó el caño del molino tuvieron que descenderme con una soga unos metros por el pozo oscuro para poner unas abrazaderas en la fisura. Nos bañamos mucho tiempo con un calefón eléctrico; para que no se acabe el agua había que cerrar la canilla en el medio de la ducha. Los repuestos de las canillas no se conseguían, por lo que había que irlos reemplazando. La electricidad de la casa estaba perimida, con cables cubiertos con tela. Recuerdo que mi primera instalación mediana la hice en el subsuelo, ya que era alumno de la escuela industrial. En su inauguración cuando prendí la luz arrancaba la heladera en el piso de arriba. Difícil de explicar. De las luces no prendió ninguna en esa ocasión.

El techo era a dos aguas más los techos de la galería y del garaje aparte. Empinado, de grandes chapones lisos de chapa, muy europeos. El verano que lo lijamos y pintamos estuvimos muchas semanas, debía ser a la mañana temprano y la tarde bastante avanzada, para que no estuviera caliente. Eran aproximadamente doce metros de altura hasta la cúspide. Ya confiado, una mañana subí solo, se me cayó la pintura sobre los pies y me fui deslizando cuesta abajo sin poder sostenerme de la soga también embadurnada de pintura. Hasta que me retuvo el techo de la galería, que era menos inclinado.

Una mitad de la hectárea era destinada a granja, la otra a parque. Contábamos con muchas herramientas antiguas; teníamos una vaca lechera y su cría, una yegua vieja para tirar del arado, que era lo que se usaba antes del tractor. Gran variedad de animales; conejos, patos, gallinas ponedoras llegamos a tener varios centenares; lo mismo pollos. Varios perros ovejeros alemanes, codornices, gansos, pavos, y algún otro animal. Una oveja, una cerda, por ejemplo.

No hay que olvidarse de los frutales, con los que mamá hacía dulces. Pero el más rico era el de tomates.

De la vaca sacábamos dieciocho litros en época de cría, de la que se hacía manteca, crema, dulce de leche. Una damajuana de leche mamá la llevaba, en micro, a la escuela donde era maestra.

Un par de años aramos la tierra, sacamos un montón de verdura que hasta abasteció alguna verdulería. Pero la tierra era muy dura, y la yegua muy mañera. Quizá mi hermano y yo, el del medio porque el menor era siempre el menor, éramos algo chicos para esos esfuerzos y responsabilidades.

Se debían reparar y hacer alambrados; construir los galpones, cortar el pasto de todo, esto último lo hacía mamá. Pero “Darles a los animales” era la actividad más rutinaria; llevaba media hora haciéndolo muy rápido, quizá más, a la mañana y a la tarde. Nos turnábamos entre todos, pero no me acuerdo bien. Los domingos también. A la vaca, y en tiempos a su cría, se las iba desplazando para que pasten clavando una estaca de hierro con una maza, para atarlas a una cadena larga.

Esta casa es a su vez una historia; un relato que cuenta a los que la habitaron. Luego la vida seguiría; pero las jornadas del grupo enlazado a su suerte, a su particular ritmo, a su devenir, a los relatos; a las fantasías, a lo fatídico de un destino diferenciado que termina siendo portador de identidad. Sería ese tiempo sustento para el futuro. Una escuela de vida hecha cuento.

Creo que no podré dimensionar del todo qué cosas nos legó y nos negó esta crianza en la adolescencia, qué consecuencias, qué potencias, qué frenos.

En esa casa. En mi familia.

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