—¡No te muevas, rojo de mierda, o te abro en canal como a un puto cerdo! —le grité a aquel tipo, blandiendo mi bayoneta a escasos centímetros de su cara.
En aquellos días el tiempo seguía frío y desapacible, aunque el calendario se empeñase en decir que la primavera estaba ya avanzada. Un aire despiadado barría nuestra posición helando nuestros corazones, pero no hacía mella en nuestro ánimo porque sabíamos que la guerra tenía los días contados. Había, por ello, cierta euforia al pensar que la batalla que se iba a librar podría finiquitar una contienda que se alargaba demasiado. Esa misma noche teníamos orden de atacar y, según nuestros superiores, daríamos el golpe de gracia al ejército rojo. ¡Como si no supiéramos que en una guerra de trincheras el éxito y el fracaso van cogidos de la mano! Los momentos previos al ataque los dedicamos a escribir la que podría ser nuestra última carta, rezando a crucifijos con mayor valor que nuestras propias vidas. Éramos conscientes de que muchos de nosotros no íbamos a ver el amanecer pero, aún así, manteníamos la moral alta. El toque del silbato llamando a la acción acabó por meternos de lleno en el combate.
Una bala silbó a escasos centímetros de mi cabeza y pasó de largo. Oí un golpe sordo a mis espaldas y me volví sin dejar de correr. El niño que se había incorporado a la unidad días antes no tuvo tanta suerte y pagó muy cara su inexperiencia. A pesar del estruendo oía cómo a mi alrededor los cuerpos se desplomaban abatidos por las balas. Si no lográbamos neutralizar esas ametralladoras, ninguno de nosotros quedaría vivo para contarlo. En mi camino se cruzó un enorme agujero de obús y me arrojé a él junto con otros camaradas. El fuego enemigo era intenso y decidimos permanecer allí esperando a que disminuyese. Por fortuna, las certeras granadas de unos morteros disparados desde nuestras líneas, pararon la carnicería y eso nos permitió seguir avanzando. Tropecé con el cuerpo de un soldado que momentos antes corría delante de mí y maldije para mis adentros. A la luz de los obuses, la sangre que manaba del interior de su casco, resplandecía con el fulgor de un astro del firmamento. Volví a tropezar —o eso creí—, pues caí de espaldas dando un giro de 180°. El proyectil, por suerte, solo había rozado la parte exterior de mi muslo, muy cerca de la rodilla. Me levanté, cogí mi fusil y seguí avanzando con más determinación que nunca, decidido a castigar duramente a quienes tanto destrozo nos estaban causando. Me faltaban apenas cincuenta metros para llegar a la trinchera enemiga y me entró el pánico. Esa distancia es la más crítica para el infante que ataca una posición enemiga. Ni lo podía creer cuando me vi dentro de la trinchera.
Nada más saltar me puse en guardia y me presté a dar golpes a diestro y siniestro a potenciales enemigos. El barro me llegaba a las rodillas y dificultaba mis movimientos de tal forma que avanzar se convertía en una tarea tediosa. Los cadáveres se hacinaban por todos lados, adoptando posturas grotescas. Los morteros habían hecho bien su trabajo, no cabía duda. Seguí recorriendo la trinchera, con la bayoneta lista para entrar en acción. Cuerpos destrozados, miembros arrancados, cabezas reventadas… ¡menudo momento elegí para vomitar!
—Es duro ¿verdad? —una voz emergió desde la oscuridad en plena náusea—. He visto a compañeros pegarse un tiro. No todos lo soportan.
Reaccioné como si mi cuerpo hubiese recibido una violenta descarga eléctrica.
—¡No te muevas o te saco las tripas como a un cerdo! —repetí.
—Tranquilo, muchacho. Yo ya he combatido lo mío y no tengo intención de seguir haciéndolo. Si vas a disparar, hazlo ya. Nunca pretendí salir vivo de esta jodida guerra.
—Tu voz me resulta familiar, ¿de dónde eres?
—¿Qué más da? —respondió—. La tuya tampoco me es desconocida. Acércate un poco para que pueda verte. No voy armado.
—Las manos donde pueda verlas. Y ahora dime, ¿dónde está el resto?
—¿Te refieres a mis camaradas? Los estás pisando. Ese amasijo de intestinos y miembros sueltos es todo lo que queda de ellos. En esta parte de la trinchera solo quedo yo.
Nos estuvimos mirando en silencio por espacio de unos segundos. Yo mantenía el rifle en guardia, pero poco a poco me fui relajando, puesto que era evidente que aquel hombre no tenía intención de combatir. Se había quitado el casco y a la luz de las detonaciones su pelo lucía blanco como la nieve.
—¿Como es que está combatiendo a su edad? —dejé de tutearle—. Tendría que estar criando nietos y no peleando en el frente.
—Estoy aquí por propia voluntad. Lucho por mi familia, por mis hijos, por dejarles un mundo mejor que esta jodida farsa ¿Puedes decir tú lo mismo? ¿Estás aquí porque quieres o porque te han obligado?
—Yo… bueno… —no supe qué decir
—Tu silencio me da la razón. Verás, muchacho, ahora que te veo mejor me recuerdas a… —se detuvo—. Te pareces…
En ese momento llegó por la retaguardia el capitán de la compañía. El muy cretino había aparecido cuando la faena estaba hecha. Llevaba en su mano una Astra 400 y nos apuntaba con no sé qué intenciones. Parecía fuera de sí.
—¿¡Cuáles eran las órdenes, soldado!?
—Señor, este combatiente…
—¿¡Cuáles!? —volvió a insistir sin dejarme hablar—. ¡Las he repetido hasta la saciedad!
—No hacer prisioneros, pero…
—¡En el frente todo aquel que no es amigo es enemigo! —dicho esto descerrajó un tiro en la sien del resignado miliciano—. ¡Ni a mi propio padre hubiese perdonado!
—Le tomo la palabra —dije mientras le vaciaba el cargador en el cuerpo y me acercaba al cadáver del republicano—. Descansa en paz, mi viejo.
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