Madre, a veces me pongo a pensar en las sonrisas que injustamente te arrebataron durante ese infierno inmerecido. No puedo, ni con los años que pasaron, y las breves y pálidas alegrías que vivimos después, arrancarme esa tristísima imagen tuya terriblemente adolorida, suplicando entre uno y otro golpe, piedad, piedad y comprensión, aunque tú no tuvieras culpa alguna de que fuésemos pobres. Ojalá tuviese tu fuerza, y esa infinita bondad por perdonar, pero para mí aquellos sucesos que viví diariamente durante más de ocho años, son más que amargos recuerdos.

Y es que yo sé, mamita linda, que tú eres una santa, y tu corazón es esa prueba irrefutable de que un corazón herido todavía sabe sonreírle a la desgraciada desdicha, para seguir adelante.

Todavía alcanzo a verte levantándote de la cama, a veces también del suelo donde te mandaban a dormir como castigo, para decirme: tienes que ir a estudiar para darnos ese futuro mejor, ¿si? Y yo mamita, que era apenas un pequeño de cuatro años, me hacía el fuerte, y me ponía el uniforme solito mientras tú me preparabas la lonchera. “Una manzana, y un frasco de gelatina” Lonchera de siempre durante todos los días del año, y de la cual nunca me quejé porque conocía de tus esfuerzos a veces sobrehumanos de conseguirme algo para comer, y por supuesto darle de comer a la bestia salvaje que teníamos como martirio en común.

Entonces yo me iba por un par de horas a encerrarme en las aulas, más a envidiarlos a todos, que a estudiar. Envidiar su infinita tranquilidad y equilibrio, pero sobre todo a envidiar esa alegría en sus ojos a la hora de salida en la que todos corrían a abrazar a sus padres, llenos de júbilo, de emoción infinita por enseñarles victoriosos la nueva manualidad que habían creado, o la estrellita en la frente que la profesora les había dado por buen comportamiento. Su felicidad siempre me pareció muy simple, nada se comparaba a la mía. A esa de verte viva, no importa que despeinada o ansiosamente apresurada por llegar a casa a terminar la comida. Yo, y aunque con tu ceño fruncido me decías que no entendías mi sonrisa boba, respiraba siempre alivio y deliraba de emoción al verte en esa puerta. Porque sí mamita, desde muy pequeño, inconscientemente también se me inculcó el miedo a la muerte. Para ser más específicos, a tu muerte en manos de ese perpetrador, de ese misógino, de esa bestia de ojos furiosos, pobre no solo de dinero, sino también de alma…

Es un niño inteligente, pero ya sabemos por qué anda siempre distraído. Esa fue la frase que recibieron tú y la bestia aquel día. Y por las cuales a mis cinco años, nos ganamos la golpiza de nuestra vida con ese maldito palo de escoba. ¡INFELICES! ¡MALAGRADECIDOS DE MIERDA! Uno, dos, tres golpes más, ¡ESTO ES PARA QUE NUNCA MÁS VAYAN DE SAPOS!

Contarle a la directora fue un arrebato de desesperación por esa noche que te tiró de las escaleras. Preso tanto del pánico como de la rabia al ver en tus ojos ese dolor inenarrable, me abalancé sobre él, prometiéndome que nunca, nunca más te tocaría. Aunque claro, si bien mi coraje era inmenso, mis pequeños puños no fueron más que una insolencia y atrevimiento terrible que pagué con bofetadas y correazos, y por si fuera poco, durmiendo en la calle contigo.

Sé bien que ese no fue mi único arrebato desesperado por largarnos lejos de él. Y todavía guardo bien cuando te rompió la cabeza, cuando nos tiró los vidrios al cuerpo sin absoluto reparo ni respeto a nuestra vida. ¿De dónde provenía tanto salvajismo? ¿Es que acaso nos odiaba?, ¿O solo me odiaba a mí? ¿Soy un error en verdad? Te preguntaba frenético más de una vez, a lo cual respondías entre sollozos que no, que me olvide de esas ideas tontas, que yo era lo más preciado para ti. Y entonces en-listabas todas mis cualidades, y yo, que ya desde que aprendí a leer me refugiaba en más y más libros con tal de escapar de mi miseria para soñar un ratito, te repetía: Que poco o nada hacía ese moretón en tu ojo, o ese labio partido, tú nunca dejabas de ser la cara, la flor, el paisaje y el pensamiento más hermoso de mi vida. Uno tras otro comencé a escribirte y recitarte poemas para que al igual que yo, a pesar de todos los insultos y golpes, no olvides nunca el brillo de tu luz en este mundo.

Pero para esos años la tragedia pesaba más que la alegría. Lo vine a entender a mis siete años, cuando ya te diste por vencida, y pasaste de ser mi cómplice, a mi verdugo. Te sumaste a llamarme, inútil, error, mierda, imbécil, niño idiota, en lugar de Alonsito, o tito, como me encantaba que me dijeras.

Me humillaste, me golpeaste injustamente en mi cumpleaños, me mandaste, no sin antes unos duros palazos a dormir a la calle en navidad, me amoldaste como te moldearon a ti a la fuerza. Pero no te preocupes, mamita linda, que mi alma y amor por ti siguen hermosamente intactos.

No entraré en detalles por respeto a tu dolor, sobre como es que acabó tu historia con aquella bestia, pero sí voy a decirte, con suma tristeza y odio, que su fantasma todavía me persigue. Y que no hay día en que no me imagine su muerte con oscuro placer.

No te dejes llevar por el odio, me dices. No cometas los errores que cometí contigo por mera rabia, sollozas.

Pido me perdones. A veces olvido que no puedo cambiar nada, ni devolverte esas sonrisas que te arrebataron.

El futuro mejor es posible ahora que nuestro presente es mejor, sonríes, me besas, me abrazas.

Allá afuera la aurora besa los montes y juega entre las hojas.

Nadie nos volverá a hacer daño, susurras sobre mi oído.

Y yo te creo, por supuesto, mamita linda…

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