Familia Muégano.

Familia Muégano.

Roberto

04/02/2020

“Muéganos”

Dulce regional, de harina, que al freírlos en aceite se inflan y, pegados entre sí con almíbar de piloncillo, son deliciosos, bueno, a mí me gustan, saben a mi niñez.

De la casa que nos vio nacer; tengo un relato de Mary.

“Nunca nos permitió llamarle tía.”

Siempre un cariñoso ¡Mary!

He aquí su relato:

–Los hijos llegaron de sopetón: había cinco bebés en casa al mismo tiempo, cualquiera de nosotras, daba leche de su pecho, al bebé que reclamaba alimento; a veces porque la madre no estaba presente o se encontraba ocupada, lo mismo podía ser: Elvira, Elena, Rebeca o yo.

Imagino aquel cuadro:

–Elvira, ¿por favor le da pecho al hijo de Elena?, qué el condenado escuincle no para de chillar y sabrá Dios a qué hora llegue y, yo estoy en lo de la comida. –debió haber dicho Mary.

A propósito, es de mi tía Elvira, de quién tengo el recuerdo más antiguo: “Estoy a ras de piso en alguna andadera y la veo acercarse como un gigante extendiendo sus brazos hacia mí”.

Era la casa de los abuelos, la misma que nos vio nacer a varios de los primos, no se acostumbraba la clínica de maternidad; el doctor Colofón, joven médico, que tenía gran aprecio por mi abuelo Miguel, atendió los partos ahí mismo.

Tenía cinco años cuando mi padre consiguió trabajo en otra ciudad y nos distanciamos del resto de la familia, fue gracias al periodo vacacional escolar, que volvimos a unirnos, mis primos viajaban a nuestra casa en invierno y nosotros a la suya en verano; todos hospedados en la casa en turno. (Solo Dios sabe cómo).

Uno de esos inviernos en casa de mis padres; la de la calle empedrada, con sabor provinciano con su patio central y las habitaciones a su alrededor; muy de mañana, antes de las seis, aún a oscuras, toda la pipiolera en compañía de mi padrino, recorríamos una veintena de calles al balneario público, de agua de manantial, templada y cristalina. El vapor de la alberca, se antojaba ante el fresco de la mañana, los trajes de baño bajo la ropa y, llegando… Al agua patos.

¡El alboroto que armábamos! Para entonces éramos veinte, entre niños y adolescentes.

Por la tarde, a cuatro calles de la casa, era nuestro el parque de la loma; bastante rústico, casi monte. En vísperas de navidad, tuvimos la ocurrencia de recoger una rama de Casuarina, que en el patio de la casa, adornada con latas vacías, a nuestro parecer era el mejor árbol navideño; al siguiente día nuestros padres, llevaron un pino natural.

“Años más tarde mi madre comentó que aquel improvisado árbol, les conmovió y, aunque el horno no estaba para bollos, hicieron aquella compra”.

Los paseos al campo o a la playa los hacíamos en el camión de “Gloria” (mi comadre), nos llevaba muy de mañana al paseo, después sé iba a su ruta y, regresaba por nosotros terminado el día.

Gloria, también tenía una parcela de maíz y, le ayudábamos a desgranar mazorcas con una máquina, que por poco deja sin dedos a mi primo Gustavo, por meter la mano más allá de lo debido; por fortuna quedó en unas puntadas y la cicatriz. Aquella mano ensangrentada quedo en mí memoria. La desgranadora se oxido en un rincón.

El 16 de diciembre, cumpleaños de mi padre e inicio de las posadas navideñas, confeccionábamos las piñatas con ollas de barro, cartón, papel de china y engrudo, de diversas figuras pero la más común era la estrella, rellenas de fruta. Se pedía posada con todo el ritual; en procesión con las figuras de los peregrinos en brazos y velas encendidas, no faltaba inclinar la vela y derramar la parafina caliente en la mano de otro o de uno mismo.

Terminaban las posadas con la Noche Buena, la cena de manteles largos con la mejor vajilla y platillos para chuparte los dedos: Romeritos, pavo, bacalao, ensalada de noche buena y, buñuelos con piloncillo entre otros. Ese año a finales de diciembre en el cumpleaños de mi padrino, mi hermano Javier, Gustavo y yo; nos unimos para regalarle un estuche para rasurar; teníamos: siete, ocho y nueve años respectivamente; para comprarlo nos dimos a la tarea de bolear, (lustrar) zapatos en la puerta de la casa; nuestros clientes, eran los vecinos y los tíos, nos pagaban a diez centavos el par; después de varios días de nuestro improvisado oficio, nos apoyaron para completar el costo del regalo.

“Como olvidar la expresión del festejado”.

Tres días después: Fin de Año, ver la llegada del año nuevo, era algo mágico. En coro la cuenta regresiva y silencio total para escuchar en la radio la primera campanada, al tiempo echarte a la boca la primera uva y en silencio pedir un deseo; así hasta completar las doce campanadas, después de seis ya no sabía que más desear.

Intercambiar hijos, fue tan común en mi familia, que los primos y hermanos terminamos de criarnos en casas diferentes a la materna.

Así, me tocó vivir junto con mi hermana María Elena, en casa de Mary; por seis años para estudiar en la capital.

Los tíos compartieron a los hijos, por largas temporadas (años). No siempre entendí el motivo real.

Pero llegué a escuchar:

–Fulano está insoportable. –decía alguna tía, refiriéndose a alguno de sus hijos.

–Déjalo en mi casa; ¡vas a ver!, Como te lo regreso lisito. –decía otra de mis tías.

“Dejar lisito significaba usar el cinturón como corrector para dejar lisa la piel”.

En realidad era solo un dicho; no tuvimos padres golpeadores, con la bendita excepción de la chancla (zapato de la madre). Que te motivaba a comportarte.

Difícil de creer; pero nunca vimos a nuestros queridos viejos, discutir entre ellos. Sus diferencias las mantuvieron ajenas a nosotros. Cualquier pretexto nos mantuvo juntos en nuestra juventud y ya casados; raro que faltara alguno. Gracias a esto, nuestros hijos, repitieron en parte nuestra historia y la miel como a los muéganos, nos conserva aún unidos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS