El grito que colgaba de la nuca

El grito que colgaba de la nuca

Diego Durán

15/01/2020

No hay nada que más deteste que alguien me diga que recuerda con cariño los olores de su infancia. Porque los olores de la mía son de mierda y gallinas sucias, de zahúrda, bosta y sangre. Es un olor de dolor y llantos.

***

—El muchacho no va a estudiar. Lo digo yo y no se habla más.

Esa frase, escupida con el tono duro y embadurnado de vino que mi padre tenía siempre antes de cenar, dejó todo en silencio y a mi madre llorando.

No fue la primera vez, ni la última, que la vi llorar.

Era final de verano. El viejo venía de quemar los rastrojos, y a su permanente olor de ajo fermentado y queso añejo, ese día se le había añadido el de la paja quemada. Además, yo acababa de cumplir años. Diez. Había sido mi primer día de bachillerato.

—Mañana lo sacas de la academia—así llamaba mi padre al instituto— y, si no hay más remedio, que siga en la escuela hasta los catorce. ¡Pero a los catorce se viene conmigo! Hay mucho trabajo en la casa para que el niño se ponga a perder el tiempo estudiando, coño, así que no se hable más.

Al día siguiente, camino de la escuela, mi madre y yo pasamos por el instituto a decírselo a Don Zacarías, el director. Éste se negó vehementemente a que yo saliera de allí.

—¡De ninguna manera! ¡Yo iré a hablar con tu marido! A tu hijo le gusta estudiar, y tiene luces de sobra para sacarse una carrera y salir de este pueblo. Tu hijo se queda aquí.

Aquella noche, cuando estábamos los cuatro, mis dos hermanas también, sentados esperando la cena, llegó el padre. Lo primero que hizo fue lo que siempre hacía: ir a la cocina, sacar su jarra de barro de la alacena y llenarla del vino que comprábamos a Picón, que de vino sólo tenía el nombre porque la graduación era casi de farmacia. Y con ella llena y un vaso, que para nosotros era un cáliz, se vino a la mesa.

Se sentó.

Las buenas noches las dejaba siempre para el día siguiente.

Se sirvió el primer vaso de vino y gritó a mi madre, a la que tenía al lado, y que estaba preparada para decirle lo de los estudios. Tenía la costumbre de gritar siempre a todo el mundo. A mi madre con especial ahínco.

—¡Mujer, trae unas aceitunas! ¡O altramuces! Lo que tengas.

Mi madre tuvo que aplazar el relato para que mi padre no esperara. Nunca podía esperar.

Quizás se equivocó. Quizás debió decírselo entonces, antes de que el viejo empezara su camino a la inconsciencia. Pero no lo hizo. Siempre tenía miedo de hacer esperar a mi padre. O quizás pensó que sería mejor cuando llevara uno o dos vasos de vino, porque a veces parecía que a esas alturas se le suavizaba hasta la voz. Pero cuando pasaba de la tercera crátera, los demonios bajaban y le habitaban.

Cuando volvió, con un plato de aceitunas y otro de altramuces, sin reparar que mi padre ya se había bebido de dos tragos los dos primeros chatos, y que iba por el tercero, sacó fuerzas de no sé dónde y se lo dijo.

—He vuelto a hablar con don Zacarías. Me dice que el niño vale para estudiar —Pausa—. Creo que tiene que estudiar, Pedro —casi suplicó.

Mi padre ni levantó la mirada de su vaso de vino, que siempre parecía tenerle hipnotizado.

—Pues le dices a ese tal que disponga en su casa, que en la mía dispongo yo.

—Pero Pedro, que el niño vale…

Mi padre no contestó. Ya no hubo más palabras. Apuró el vaso que tenía a medias, se levantó y le soltó a mi madre una bofetada, seca y brutal, que me dolió hasta a mí.

Los hijos habíamos visto a mi padre gritar. Todas las noches gritaba, pero era la primera vez que veíamos ponerle una mano encima a mi madre.

Me levanté valiente, como queriendo defender. Recibí otro guantazo que me quemó la cara y me rompió la nariz. Mis hermanas lloraban.

Ya no volví al instituto.

Desde ese día en adelante, todas las mañanas veía la cara de mi madre cuando me preparaba el desayuno: a veces, algún moratón; los ojos rojos de llorar, siempre, y un hilo de voz que quería transmitir paz.

Tres años después, un día cualquiera, me retuvieron en la escuela sin dejarme ir a casa. Tenía que esperar a que mi tío José viniera a recogerme, me dijeron.

No tardé en conocer el motivo: mi madre se había colgado de una soga por el cuello, sujeta a una viga de la cuadra. Así murió: colgada en una cuadra.

***

Un día de Todos los Santos, ya con los quince cumplidos, ante su tumba, mientras ella me sonreía desde su foto, sentí una ráfaga tan helada como el granito de la lápida, y un grito que venía desde no sé dónde, profundo, claro y conciso, me empujó fuera del cementerio y me señaló el camino.

Fui directo a la suerte del Camino Negro, donde mi padre tenía su huerta. No caminaba con prisa, pero sí con paso firme. El viejo estaba escardando entre los ajos y borrajas que acababan de brotar. Aún llevaba el grito colgando de mi nuca, y seguía empujando. Al verme se incorporó, apoyándose en la azada. Cuando llegué a su altura, sin mediar palabra, se la quité de un tirón y de un golpe exacto le abrí la cabeza por la mitad como si fuera una sandía. Tal cual. Ni de quejarse tuvo tiempo.

El grito se calmó, y noté cómo una ligera brisa me refrescaba la cara.

Allí le dejé, como mala hierba entre los ajos, a ver si alguien lo escardaba. Yo volví al camposanto, a decirle a mi madre que ya no tenía nada que temer.

FIN

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