Era un día muy significativo en mi vida. Eran aproximadamente las 22:10. A las 22:00 había tocado la sirena de la prisión donde estaba recluida. Anunciaba que era la hora de entrar en las galeras, hacer silencio y se apagaban las luces interiores.
Desde que era una niña tenía hábito de lectura y el hecho de encontrarme en prisión desde el mes de Mayo, no era impedimento para tender una manta en el suelo, frente a la puerta con barrotes y ponerme a leer aprovechando la luz del pasillo.
Escuché que se abría la puerta central, alguien se acercaba, sus pasos y el manojo de llaves la delataban. Se trataba de Barbarita, la guardia del destacamento, que coincidentemente, amiga del pueblo.
Detiene el paso justo frente a la galera, puedo ver sus lustradas botas muy cerca de mi cara. Mis compañeras de infortunio, muy conversadoras unos momentos antes, ahora al notar su presencia en la puerta de la celda, bajan la voz. Barbarita acerca su rostro a los barrotes y la oigo pronunciar mi nombre. Me incorporo rápidamente y quedó frente a ella, al verme salir de la nada se sorprende, quedé con mi cara muy cerca de la suya. ¿Cómo estás Dignorah?. Vístete y acompáñame a la enfermería, por favor. Esta vez su voz tenía un matiz raro.
Al margen de ser guardia de la prisión y yo una reclusa, su trato fue siempre cercano. Siempre que se encontraba con mi familia me traía noticias, que eran como una bocanada de aire fresco, para paliar mi cautiverio.
Extrañada, pero sin hacer preguntas, me acerqué a la baranda de la cama donde había dejado el uniforme del diario, cuando escuché una voz que dijo: mejor ponte el uniforme con el que sale a las visitas.
Más extrañada aún por la sugerencia que me habían hecho, dándole vueltas a muchos pensamientos en mi cabeza. Como una autómata levanté el colchón donde guardaba el uniforme con el que salía los días de visita. Allí debajo del colchón se mantenía como recién planchado.
Una vez ya vestida, Barbarita abre la puerta de la galera y me franquea el paso. Cierra la puerta tras de mí, el silencio de mis compañeras dejó paso a un cuchicheo. Caminamos juntas hasta la puerta central, su silencio me extrañaba. En eso pensaba cuando desde alguna galera le llaman.
Abre la puerta que me conduce a la enfermería, pone su brazo en mi hombro y me dice: sigue sola, voy a ver que quieren, después nos vemos.
Una extraña incertidumbre me embarga mientras camino. La guardia que custodia la puerta de la enfermería al verme acercarme, saca sus llaves para abrir la puerta. Le saludo, intento adivinar en su cara algo que me dé una pista. Nada.
Una vez en la enfermería, la enfermera me invita a sentarme y me dice: Te voy a dar una noticia que te va a poner muy triste y por eso te hemos mandado a buscar. Alguien de tu familia ha llamado para avisar que tu abuelita, ha fallecido.
El mundo se me vino encima. Aquella mujer que me había criado, por la única persona que guardaba hondos sentimientos, se había ido. Me quedaba en la más irremediable y absoluta soledad.
La enfermera al verme en aquel estado se levanta, me alcanza una pastilla y un vaso de agua. Tomo el vaso de agua pero declino la pastilla. No quiero aletargar el dolor que me provoca esta pérdida.
Trataba de consolarme y cuando la escuché decir: “tu abuelita estuvo hospitalizada antes que tú ingresaras en prisión, así que seguramente ya sabías que esto podría ocurrir de un momento a otro”.
Al escuchar estas palabras el corazón me dio un vuelco. La información que me acababa de dar la enfermera, no se ajustaba a la persona que yo creía que había fallecido y que me sumía en aquella honda pena. Había muerto mi abuela materna de nombre Clara.
Estaba triste por la muerte de mi abuela Clara, pero sentí un profundo alivio al saber que mi bisabuela Basilia, quien me había criado, estaba viva. Y nada me alegraría tanto mi alma, como saber que en unos minutos, estaría entre mis brazos. Aunque esto fuera posible y marcado por una desgracia, el fallecimiento de su hija, mi abuela
La furgoneta paró frente a casa de mi abuela que era donde se celebraba el velatorio. Familiares y amigos me rodearon, saludé, pero mi vista solo buscaba a mi bisabuela Basilia. Fui directo a ella, me abrazó con todas sus fuerzas, yo me derrumbé. Que ganas de tenerla así abrazada, que ganas y que reconfortante resultó para mi alma.
Apremiada por la guardia que me acompañaba tocaba despedirse. La hora y media que estuve en el velatorio pasó muy rápido. Basilia fue mi último abrazo. La apreté contra mi pecho, no quería que terminara aquel momento, en aquel abrazo había un sentimiento desconocido, que no podía identificar. Un estremecimiento sacudió nuestros cuerpos. Le dije: Mima, no llores. Siento mucho dolor al verte así. Separó su cara de mi pecho, busco mis ojos y los miró profundamente y me dijo: No, si tú no te has muerto.
De camino a mi galera repasaba mentalmente lo que había vivido, quería guardar en mi memoria detalladamente cada encuentro, cada momento, cada palabra. Aquellas últimas palabras: No, si tú no te has muerto. Se repetían una y otra vez sin dejarlas de escuchar por un solo instante, era como un eco. Encerraban algo, pero no sabía qué.
Cuando realmente fui consciente, de las enormes palabras que había depositado mi bisabuela en el alma, perdí el conocimiento y fui a parar a la enfermería por una semana, débil, deshidratada, triste.
¿Merecía estas palabras el día de mi santo, el día de mi cumpleaños, el día en que cumplía 20 años, el día en que falleció su hija?
Estas palabras me acompañan como una bendición. Muchas gracias Basilia.
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