Sarah Witthenhall ante el espejo

Sarah Witthenhall ante el espejo

Marta Márquez

19/10/2018

Tenía 7 años, pero su forma de ser decía que había vivido mucho más de lo que cabría esperar. Cada día abría sus impresionantes ojos de color azabache y se quedaba mirando aquella mancha del suelo de una forma casi obsesiva durante, al menos, diez minutos. Después, sin más, llenaba la palangana de agua y se lavaba y peinaba como si de un día de fiesta se tratase. Elegía cuidadosamente su atuendo: vestido, medias, enaguas, lazo y zapatos; incluso a veces se ponía el camafeo de su abuela. Recorría los veinte pasos que separaban su habitación de la escalera con una elegancia sobrenatural y al llegar al primer escalón ponía con delicadeza su mano en la barandilla y bajaba tan suavemente que parecía que levitaba.

Su primera parada siempre era la cocina, sin embargo, aquel día se paró en el recibidor ya que algo fuera de la casa llamó su atención.

Abrió la puerta y la vio correr. Su ropa estaba sucia y rasgada y parecía que en algún momento hubiese sido blanca. No llevaba zapatos y sus piernas ensangrentadas no levantaban mucho más de medio metro desde el suelo. Sarah salió detrás de ella sin saber muy bien por dónde iba y pensando que era la primera vez en su vida que se recordaba corriendo, pero no era cierto. Ella se conocía la casa y el jardín a las mil maravillas. Había nacido en aquella casa y había vivido sus momentos de gloria y dulces. Aquellos en los que su madre decoraba la escalera doble con las flores de temporada e invitaba a sus amigas a tomar el té mientras les representaban su última obra de teatro, siempre improvisado, pero excelente. Sabía de sus secretos y rincones, escuchaba a las cocineras contar historias horribles, cosas que habían pasado y que eran anteriores a todos sus recuerdos. Incluso recordaba que su padre un día apareció en el río y que su madre enloqueció y ya nada volvió a ser como antes. Ahora, todo era una neblina.

No conseguía recordar si alguna vez anduvo por aquellos parajes, pero cada vez estaba más lejos de la Mansión Witthenhall y hacía ya mucho tiempo que no sobrepasaba sus límites. La espesura se cernía sobre ella sin que fuese consciente de dónde se estaba metiendo. En aquella parte del bosque habitaban robles, hayas y abedules que a medida que avanzaba estaban más y más juntos y cuánto más se adentraba menos escapatoria tenía.

En su cabeza se repetía una y otra vez que no daría un paso más, pero no era capaz de hacer que sus pies se quedasen quietos. No podía recordar la última vez que hizo lo que le apetecía, pues desde que aquello sucedió, los criados de Witthenhall controlaban su vida desde que se levantaba hasta la hora de dormir. De hecho, durante la noche, una de las criadas se pasaba por su cuarto dos veces para comprobar que todo estaba donde debiera. No le gustaba su vida, pero tampoco podía hacer nada para resistirse.

No sabía cómo, pero había llegado a parar allí. Era exactamente como en sus pesadillas: lúgubre, húmedo, solitario, cubierto de ramas entrelazadas unas con otras, como asegurando que quien se adentrase en su interior no volvería a ver la luz del sol. Aunque, una vez allí, qué otra cosa podía hacer que continuar su persecución y descubrir a su misteriosa cicerone.

Sus lustrosos zapatos ya no eran lustrosos. Estaban llenos de un barro negro y viscoso que parecía querer subir por sus débiles piernas y dejar su inmaculado vestido del color de la noche. Era como si su luz hiciese daño al lúgubre entorno y éste decidiera que debía acabar con ella, mimetizándola con el lodo.

Sus pasos eran cada vez más sosegados y apocados aunque su respiración, en contrapunto, más apresurada. En aquel momento, cuando el corazón estaba a punto de salirse de su cuerpo, de repente, la vio y su aliento se heló. Era ella. Aquella con la que compartió espacio vital durante los casi 8 meses que tardó su madre en dar a luz.

Se quedó frente a ella como si continuase perteneciendo a este mundo y la miraba como quien mira al horizonte: con la mirada perdida y los ojos vacíos de vida.

Llevaba la misma ropa que ella. Sarah siempre la imaginaba vestida igual que ella, como cuando eran bebés y a su madre le parecía divertido confundir a la familia, aunque ya nunca la recordaba riendo o cantando en los teatrillos improvisados, corriendo por los recovecos del jardín ni buscando esos bichitos azules con alas enormes.

Helena se acercó y agarró las manos de su hermana que volvió a vivir aquel espeluznante momento. Podía verla caer de la litera, precipitando su vida desde lo alto del lugar que guardaba sus sueños, dejando su vida rota en dos y una enorme mancha en el suelo de su habitación. La escuchaba caer y romperse una y otra vez. ¿Cómo iba a olvidar toda aquella sangre que se extendía por segundos alrededor de su cabeza?

Y ahí, al final de la nada, cuando ya no queda dentro ni un ápice de vida, cuando nada de lo que fue es, cuando viajar al pasado es la única alternativa a una sala blanca y acolchada dentro de un edificio siniestro y sucio, ahí, al borde del acantilado, con los ojos cerrados, rememorando una y otra vez el cruento desenlace no fue capaz de ver que no había más camino ante sus pies. Dio un paso al frente y sus destinos volvieron a unirse.

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