La imagen lo muestra a pocos días de nacer. Lleva un enterito amarillo con un babero; tiene un poco de pelo; su cara parece inflamada y al mismo tiempo algo que estuvo turgente, pero perdió parte de su contenido; sus ojos están demasiado separados. Su madre, sentada en la camilla del hospital, le sostiene la cabeza con una mano. Parece que se ha arreglado para la foto; es una mujer hermosa. La alberga la luminosa emoción de un milagro recién ocurrido. Solo una pequeña mácula empaña la pureza de la emoción al mirar el rostro de la criatura. “Se le va a pasar en unos días”, le dijeron.

Sacó la llave de metal del bolsillo de sus pantalones, pantalones grises de tela tosca. La introdujo en la cerradura y la giró. Abrió la puerta. La casa contenía un silencio indiferente, ni muy pesado ni muy ligero.

Soltó la pesada mochila sobre el sillón y tomó un vaso con agua que llenó en el lavaplatos. Sobre la cocina había una olla con arroz hecho. Sacó algunas vienesas del refrigerador, las puso en un plato y las metió al microondas. Antes de que estuvieran cocidas detuvo el tiempo, y agregó arroz al plato para calentarlo; reanudó el tiempo. Cuando estuvo listo puso el plato en una bandeja y subió a la pieza de sus papás. Dejó la bandeja sobre la cama, buscó el control remoto y encendió la televisión. Ya habían terminado las noticias del medio día y comenzaban las teleseries en casi todos los canales de televisión abierta; en otro daban un programa sobre homeopatía. No tenía tv cable. La casa estaba en silencio y el televisor era la única compañía. Puso la teleserie que menos le desagradaba. Comió el almuerzo.

Cuando terminó ya eran las cuatro de la tarde. Pensó en estudiar, tenía prueba en un par de días; pensó en las tareas que tenía que hacer, pero al evocar los quehaceres se sintió pesado y vacío. Decidió hacerlo más tarde. Dejó que el sol siguiera lentamente cruzando el cielo sobre la casa vacía.

A las ocho de la noche llegó su madre, quien subió a su pieza a mirar televisión.

– Hola, hijo ¿cómo estás? ¿cómo te fue en el colegio?

– Bien, ¿y tú?

– Bien, gracias.

El niño le dejó la televisión a su madre, bajó a su pieza en el primer piso a estudiar. Se sentó al escritorio, abrió los cuadernos. Leyó las primeras oraciones; las volvió a releer, pero ningún significado se perfiló en su mente. Su consciencia solo rosaba superficialmente las palabras. En poco tiempo su atención fue a otro lugar. Un sopor comenzó a invadirlo.

Pasó casi una hora divagando en cosas sin importancia. Sin haber avanzado nada con el estudio decidió tomar un descanso. Subió nuevamente a la pieza de su madre. Ella planchaba mientras veía televisión. Se echó sobre la cama.

– ¿No te parece que todos los días son iguales?

– ¿Cómo iguales?

– Mmmm iguales, o sea, siempre es lo mismo. Son todos parecidos y siempre van a ser así.

– No creo. Todos los días pasan cosas distintas.

– Yo los veo un poco grises. Nunca pasa nada interesante.

– Cada uno elige cómo ve la vida. Si eliges estar triste puedes estar todos los días así. – Dijo en un tono un poco molesta.

Al día siguiente llegó diez minutos tarde a su primera clase. Abrió la puerta de la sala, miró al profesor hasta que lo notara. Cuando lo vio preguntó: ¿puedo pasar?

– Ahh ¡este es el hombre! – dijo el profesor riéndose. Los estudiantes lo miraron guardando silencio sin entender. El profesor añadió:

– ¡El Ecce homo! En latín quiere decir este es el hombre.

La clase estalló en carcajadas. El profesor le permitió pasar advirtiéndole que sería la última vez que lo dejaba pasar atrasado. Apenas se sentó en su silla se sobresaltó. Había olvidado la foto familiar que había que traer para realizar el ejercicio de écfrasis. La profesora de lenguaje también lo iba a retar. Ahora la fotografía de él y su madre descansaba olvidada en su escritorio.

Pensó en ella, la evocó en su mente; el enterito amarillo, su madre acogiéndolo en sus brazos. Un dolor lo atravesaba del pecho a la espalda como una corriente de aire gélida y veloz, pero al mismo tiempo estática e inamovible. Había empezado a olvidarlo, pero hubo un tiempo en que él no era el Ecce homo; vivía ligeramente siendo quien era. Ningún apelativo lastraba su alma. Ahora su pasado empezaba a cambiar. Cuando pensaba en el bebé de la imagen solo podía ver al Ecce homo, y se dio cuenta de que siempre lo había sido, tan solo no lo había notado antes; se dio cuenta de que siempre lo sería.

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