Al interior la casa era lúgubre, triste, todo estaba marchito: Las flores del jardín y los grandes árboles del patio, incluso las flores artificiales de los floreros. Con suerte se podía escuchar a quien trajinaba desarrollando las labores cotidianas, aunque por lo general era el sonido del viejo ventilador el que delataba la aún existente vida en el hogar, y a veces, sólo a veces la respiración quedada de algún enfermo. La mohosidad de los muebles no se debía únicamente a su vejez y desgaste, sino también a la gruesa capa de polvo que los envolvía.

Se estimaba que en la casa convivían alrededor de veinte personas, aunque se sospechaba que eran muchos más. Entre los habitantes se encontraba el matrimonio de Alejandrina y Balvino junto a sus 18 hijos, a pesar de que los vecinos reconocían que nunca los habían visto a todos tan sólo a Balvino, Florencia la hija mayor, a Lucía hija de Florencia, a Eustaquio hermano de Florencia y su hijo Dionisio. A Alejandrina y los 16 hijos restantes nadie los había visto nunca, pero Florencia hablaba y discutía tanto al interior de la casa con tantas voces diferentes que ningún vecino se atrevía a dudar de la existencia de los demás familiares.

Lucía solía recordar con precisión cuando se mudaron a aquella casa, puesto que en el pecho, en el oscuro lugar asignado al “corazón”, abrigaba la posibilidad de por fin una vida de paz, de felicidad. No sabe qué ocurrió, no sabe cuándo todo se tornó más cruel, ni en qué momento accedió a morir, al igual que su madre, en vida. La rutina les había desgastado el corazón, las necesidades diarias los habían condenado al olvido mutuo. Nunca estuvieron más solos hasta cuando acordaron vivir juntos.

Ella, Lucía, era silenciosa, solitaria y tremendamente delgada a pesar de que tenía la costumbre de tragárselo todo hasta el punto que terminó engullendo sus emociones y en un efecto contrario a la gente del común, que suele subir de peso, ella adelgazó sin control, personificando la paradoja alimentaria en la que a pesar de que comía y comía por cuenta del estrés, la ansiedad, la depresión y la angustia, su cuerpo, para demostrarle que el espacio de los amores ausentes no se llena con nada y mucho menos con comida, se empeñó en adelgazar.

En aquella casa todos estaban enfermos o bien lo habían estado: que amaneció con gripa Eustaquio, que mañana operan a Dionisio, que lucía tiene chikunguña, que el abuelo entró en crisis… pero los padecimientos de Florencia eran más intensos que los males que acongojaban a cualquiera de los otros integrantes de la familia. Las dolencias de Florencia eran malestares de vida, del corazón, y se reflejaban no solo en su cuerpo envejecido y desgastado por el oficio doméstico, sino que se hacían igual de evidentes en la amargura y dureza con las enfrentaba el día a día.

-Dios mío, Cúrame señor, límpiame.

Eran las súplicas de Florencia en una de aquellas tantas tardes calurosas de Julio, pero también habían sido sus plegarías desde hacía aproximadamente 20 años que tendría conviviendo con la artritis, que si bien no le había deformado las extremidades de su cuerpo como si ocurre en otros casos, había conseguido deformarle la vida: achicándole el corazón, procurando que su rutina girara en torno al dolor.

En aquella casa el dolor se escurría por las paredes, se acurrucaba en los rincones, se deslizaba por debajo de las puertas, se enredaba en las sábanas, se hacía libre en el gran patio, mojado en el baño, se volvía tierra y polvo en la sala, cocina y demás habitaciones, para terminar adhiriéndose en los cuerpos por cuenta del fogaje que de los abanicos emanaba. La casona era eso: un sitio grande, monumental, colmado de dolor incluso en las épocas de felicidad.

Ese día antes de la media noche, en el momento en el que Lucía su hija iba a la cama, Florencia ya estaba rabiando del dolor; este, como casi siempre, le empezaba en su brazo, para este caso el derecho, y le abarcaba incluso la cara. Lucía que compartía cuarto con ella la había escuchado rabiar pero no fue sino hasta las 2:30 a.

m., en la que al ser Lucía despertada con intensidad por los cólicos de aquel mes, que pudo escuchar la angustia de su madre con claridad.

-¿Por qué señor? ¿Por qué este dolor? Sollozaba la madre adolorida. – ¡Ay señor que se me alivie a mí esto! Eran las súplicas de Florencia.

Lucía no sabía qué hacer, conocía los dolores de su madre desde niña, pero a medida que ella crecía y que su madre envejecía el sufrimiento producido por los mismos aumentaba, de la misma manera que aumentaban sus cólicos dándole la sensación de ser pateada justo en el vientre, al mismo tiempo que se le bajaba la presión y junto a ello a esa hora de la noche se le alborotaban las ganas de vomitar.

Alrededor de las cinco y diez de la mañana Florencia consiguió lidiar con el dolor, después de que tuvo que levantarse de la cama, sentarse en la sala, donde en una hamaca dormía su sobrino Dionisio, y quejarse allí durante una hora o tal vez solo media, que tanto madre e hija sintieron como una eternidad. Antes de volver a intentar dormir, y habiéndose aliviado los cólicos de Lucía, Florencia le dio a su hija las instrucciones de lo que debía hacer para el desayuno, con voz quejumbrosa le indicó:

-Coges y picas ají, cebolla y… ¿qué más sería? …Y se lo echas al pollo, lo vas a hacer guisado ahí en el mismo sartén donde está, de bastimento cocinas yuca y papa…

Lucía se dirigió a la cocina a preparar lo que su madre le había encargado como había ocurrido otros tantos días, y mientras picaba concentrada y somnolienta sintió una punzada en su vientre que debió advertirle lo que estaba ocurriendo: en la habitación continúa Florencia moría silenciosamente.

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