A mi edad solo lamento el silencio aplastante del paso de los años y las huellas borradas del pasado. He comprendido, con gran pesar, que la historia de las personas corrientes no se registra. No hay diario posible donde queden grabadas tantas vidas. Su paso por la tierra no supone más que granitos de arena esparcidos por el viento. Por eso me esfuerzo en ahondar profundamente en mi recuerdo. Si acaso lo escribiera más inocuo y liviano para el lector, perciba mi nostalgia y mi ardua tarea en conectar correctamente los datos en orden cronológico por encima de centrarme en el dolor y la muerte. Y como no puede ser de otra forma, cuando se rememora sobre un hecho fehaciente y, a la vez, brutal, escribo como deber hacia aquellos que ya no están. Aquí cuento parte, tal y como la recuerdo, de la historia de mi familia.
Como toda historia debe comenzar en algún punto, situaré el inicio de ésta en el momento exacto en que fue tomada esta foto, en 1970. Mis abuelos, Iván y Natalia, originarios de Ozero, se habían desplazado unos 357 kilómetros hacia el este para instalarse definitivamente en una ciudad emergente, debido a una gran central que estaba ofreciendo puestos de trabajo, y, por tanto, un futuro próspero, a muchos de los habitantes de las ciudades y aldeas colindantes.
Tal y como suele suceder con los principios, fueron tiempos difíciles. Mis abuelos tuvieron cuatro hijos: a las gemelas, de trece años, Nina (mi madre) e Irina, a Roman, de cuatro años, y al pequeño Yuri, de tres meses. Por aquel entonces, mudarse fue una decisión sensata, por supuesto, ajena a la naturaleza inminente de los acontecimientos venideros. Nadie podría haber sabido lo que se les venía encima tras aquella decisión.
Cierto es que vivieron allí casi dos décadas de felices y fructíferos años, en los que mi madre y mi tía encontraron el amor en unos jóvenes trabajadores de la misma central donde estaba mi abuelo. Se casaron y fruto de aquellos enlaces nacimos mi prima Tatiana y yo, las sucesoras últimas de nuestra familia. Fueron, a su vez, años largos, con sus fríos y duros inviernos y sus veranos calurosos, casi tan fatigosos como las bajas temperaturas que traían escasez de comida y nieve casi a diario en la época invernal. Dieciséis años pasaron. Qué breve resulta el tiempo cuando se le piensa en retrospectiva. Allí vivieron tanto, antes de la evacuación absoluta, en mi ciudad natal, Prypiat.
Fue en pleno apogeo de la primavera cuando se torció el destino de sus habitantes. Yo tenía once años cuando el 26 de Abril de 1986 se sucedieron explosiones consecutivas en la central nuclear de Chernóbil, donde trabajaban todos los hombres de la familia, excepto mi tío Yuri, quien solo tenía dieciséis años.
Aún recuerdo los camiones de bomberos pasando por delante de mi casa, de camino a la central. Nadie sabía nada. En las primeras horas no había pánico, simplemente la sorpresa de los residentes, que nunca antes habíamos presenciado tal despliegue de medios por parte del ejército. Se nos dijo que cogiéramos lo esencial, que volveríamos en unos días, cuando fuera seguro.
Aquella última cena en casa fue más silenciosa de lo normal, cosa que percibí solo con los años. Por el llanto que callaban las mujeres, y por el sentido del deber que embriagó a los hombres, hacia su patria y hacia sus familias, y colaboraron, sin dudarlo, como liquidadores, palabra que aprendería más tarde. Aquella noche fue la última vez que los vi. Mi abuela, mi madre, mi tía Irina, mi tío Yuri, mi prima Tatiana y yo, hicimos las maletas para abandonar nuestra casa al día siguiente para lo que creíamos que serían unos días.
El 27 de Abril, como habían dicho las autoridades, allí estaban los autobuses, evacuando a mujeres y niños. Yuri se sentía frustrado por no poder quedarse a ayudar con los hombres. Ahora agradezco tanto que así fuera. Todavía era solo un niño. Yo había escondido bajo mi abrigo mi peluche favorito, un oso, el cual luego me quitaría un soldado, que era tan largo como mi brazo. Recuerdo que fue lanzado por la ventana, y yo memoricé aquel rincón de la calle donde aterrizó, para recogerlo cuando estuviera de vuelta, cosa que nunca sucedió. Tatiana fue mejor contrabandista que yo, y consiguió ocultar una de sus muñecas en el bolsillo interior de su chaqueta, pegado al estómago. Fue entonces cuando comencé a escuchar palabras que nunca antes había oído, como radioactividad y roentgen. Sin darle demasiada importancia a la situación, Tatiana y yo elucubrábamos cómo iba a ser nuestro viaje a Moscú, a donde nos llevaban, y si sería tan grande como decían.
Nos llevaron al hospital de Moscú, de donde algunos de los evacuados no llegaron a salir, pues, al parecer, la radioactividad de la que hablaban era algo más que peligrosa. Era letal. Estuvimos aislados allí días que duraron una eternidad. Todo lo relacionado con el desastre, como se le empezó a llamar, era tragado por un agujero negro que se comía por igual a mujeres, niños y hombres que trajeron posteriormente de Chernóbil. Aprendimos rápidamente que la dosis radioactiva que había salido de las explosiones se había expandido por el aire, impregnando en nosotros un polvo radioactivo que nos hacía ser infinitamente más vulnerables a la muerte que cualquier persona en el planeta.
Así fue cómo vi caer a cada miembro de mi familia. Fueron desapareciendo lentamente, consumidos por los efectos malignos de la radioactividad. La primera en marcharse, mi prima Tatiana, seguida por mi abuela, mi tía y mi madre. Mi tío Yuri y yo, siendo los únicos que quedan, haciendo frente a varios tipos de cáncer cada uno, representamos el final de una historia más de personas normales que sobrevivieron al desastre. Una historia que, al menos ahora que está escrita, podrá ser recordada por todo aquel que la encuentre.
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