El exilio (Esos días)

El exilio (Esos días)

Por aquellos días se notaba mucha agitación entre la gente por las calles, incluso dentro de la seguridad de mi hogar. La familia y los amigos entraban y salían, cuchicheaban entre ellos y, en general, había un cierto ambiente festivo. Yo tenía cinco años y sólo me preocupaba de jugar con las muñecas y con mi querido primo, Ricki, a indios y vaqueros.

Un día, a mediodía, mi padre apareció por la puerta cargado con un sombrero de paja de los que usaban los campesinos en Cuba (uno de los símbolos de la Revolución). Estaba feliz y sonriente, lo cual no era muy habitual en mi padre. Muy emocionado se agacho y me abrió sus brazos para que trepara a él y puso el sombrero en mi cabeza. Yo no me quitaba el sombrero ni para dormir.

Otro día apareció con una hucha de cerámica que representaba una cabeza de hombre con barba y una gorra verde. “Es Fidel Castro”, me dijo. “Tenemos que recaudar dinero para la Revolución”. Todo el mundo hablaba de él. Había esperanza en el ambiente.

En otro de esos días, jugando en la calle con mi madre y varios niños, alguien trajo un periódico con una foto de Fidel Castro acompañado de otras personas, quizás su hermano Raúl y el Che. El periódico iba de mano en mano y yo quise verlo. Me pareció un hombre muy guapo. Era el héroe nacional.

La euforia duró un tiempo y luego la vida volvió a ser normal otro tiempo. Escuela, parque, juegos con mi primo…

Un buen día, el ambiente de casa se enrareció, mis padres hablaban bajito y con cara de preocupación, mis tías y mi abuela venían a casa y hablaban de cosas que ni mi primo ni yo entendíamos. Empecé a oír la palabra España. Al parecer, nos íbamos a vivir allí. No sabía lo que era. Me explicaron que se trataba de un país que estaba muy lejos y me enseñaron una muñeca típica vestida de flamenca que alguien nos había regalado. Quedé fascinada con el vestido rojo de volantes.

Yo, contenta y feliz, le decía muy convencida a mi madre que iba a tener que regalar todos mis vestiditos. Ella no entendía nada y tuve que explicarle que en España tendría que comprarme vestidos nuevos como el de la muñeca española. ¡Vestidos de flamenca, mamá! Infeliz de mí, pensaba que en España todas las mujeres vestían de faralaes. ¡Qué decepción más grande me llevé!

En esos días, hubo mucho movimiento en mi casa. Oía comentarios acerca de quién se iba a quedar con el piano, quién con el tocadiscos de papá, la vajilla o los muebles del comedor. Todo muy en secreto porque nadie podía saber que nos íbamos. Incluso dejaron de llevarme al colegio, por si se me escapaba algún comentario.

Yo también empecé a preparar mi particular equipaje. Casi todas mis muñecas, su ropita, tres cajas de cacharritos varios… Cuando mi madre vio lo que yo había preparado me dijo con mucha pena que tan sólo podía llevar a mi muñeco Luisito, su biberón y poco más.

Había mucha tristeza en mi casa esos días, y yo la captaba y la integrada en mí y la he llevado muchos años conmigo.

Uno de esos días mi padre salió de viaje como tantas otras veces o eso parecía. “Va a Estados Unidos a hacer un curso” me dijeron, “nosotras nos reuniremos con él más adelante”. Mis abuelos paternos vivían en Estados Unidos así que no era nada raro ir a visitarlos.

En otro de esos días fui con mi madre a una tienda, Teníamos que comprar maletas para podernos ir a España. Claro que eso no se lo dijo al vendedor. Escogió dos maletas grandes de distinto tamaño forradas en un papel de tonos azules y una maleta más pequeña en tonos grises. Aún tengo en mi casa una de las azules, quizá uno de los últimos recuerdos que guardo de aquella vida.

Poco después, mi madre preparó el equipaje en las maletas nuevas que habíamos comprado. A veces la oía llorar mientras lo hacía. No entendía muy bien por qué tenía que estar triste si íbamos a ver a mi papá y a los abuelos. Y un buen día nuestro equipaje estaba ya preparado. En él iban los más preciados tesoros de mi madre: los álbumes de fotos que recogían su historia y la de nuestra familia y un juego de tocador de Murano regalo de boda. Lo único que pudimos sacar de Cuba.

Y llegó “ese día”. Mi madre y yo estábamos vestidas y mi muñeco también. Las maletas en la puerta. Llegaron mis tías Obdulia y Dulce y mi abuela a quien yo adoraba. Nos fuimos en un taxi al aeropuerto de La Habana. Unas amigas de mi madre se quedaron en casa. Recuerdo verlas en lo alto de la escalera mirándonos con tristeza y aguantando las lágrimas mientras bajábamos, por última vez, las escaleras del que fuera nuestro hogar hasta ese momento.

Recuerdo muy bien la despedida en el aeropuerto de mis tías y mi abuela, los abrazos interminables y los besos, disimulando las lágrimas para no levantar sospechas. Yo había sido aleccionada para no abrir la boca acerca de España. No sé qué amenazas utilizaron para que yo callara. Siempre he pensado que fue una imprudencia que una cría de cinco años conociese tanta información peligrosa.

Cruzamos las puertas de cristal que nos separaban de la aduana. Mi madre abrió las maletas para que las revisaran. No miraron gran cosa y nos dejaron pasar. Años más tarde supe que el policía encargado de revisarnos era amigo de mi padre y e hizo la vista gorda. Lo último que recuerdo de ese momento es la imagen de mi abuela y mis tías mirándonos con infinita tristeza y despidiéndonos con la mano mientras salíamos a la pista para coger el avión que nos llevaba para siempre lejos de Cuba.

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