OCASO CON AROMA DE CAFÉ

OCASO CON AROMA DE CAFÉ

¡Huele a café! La fragancia se mete por las hendijas de la puerta de mi habitación, como el viejo que lanza su sedal hacia las tinieblas del mar en busca del pez que le devolverá la gloria. Su olor es tan penetrante que casi siento su sabor en el paladar, en las papilas. Mi lengua se moja excitada por el dulce aroma.

Nadie en la tierra hace el café como la vieja Tarcila. Cuando ella lo hace, la fragancia corre por toda la casa, se mete en las habitaciones y se revuelca en las camas como un cachorro que juega con un hueso. No hay forma de huir de ella, te seduce, te llama. Intentas aferrarte a la cama envolviéndote con las cobijas de pies a cabeza, como Ulises huyendo del canto de las sirenas, pero su osadía es tan bizarra que se filtra entre las sábanas para finalmente conquistarte. Luego, cuando ha logrado su objetivo, huye por debajo de las puertas y por las aberturas de las ventanas y sale a la calle como pájaro que escapa de su jaula, para luego invadir las casas vecinas.

-Ya está Tarcila despierta- dice el viejo Orlando en la esquina opuesta.

Hay ocasiones en las que el aroma se mezcla con mis sueños y como el incauto que se pierde en el desierto persiguiendo un oasis; sueño que tengo en mis manos una taza humeante y balsámica del preciado líquido; sin embargo, cuando intento sorber un poco, beber la dulce ambrosía, no hallo sabor alguno, ni la más mínima sensación en la boca; entonces, la ilusión se rompe y caigo en la cuenta de que aún estoy dormido. Intento cambiar de sueño, dormir un rato más. Pero el aroma me hala de la nariz y me saca de la habitación medio sonámbulo.

Mi abuela me mira, se sonríe, sirve un pocillo casi lleno y me lo entrega con un: ¡buenos días mijo!

Sé que ahora mismo estoy soñando. Algunos lo confundirían con un deja vu. Pero, es más que eso, el deja vu es solo una sensación, es la farsa de un suceso pasado que nuestro cerebro registra como real, pero que en realidad nunca existió. Esto, por el contrario, ha sido real muchas veces. Sé que es un sueño porque tengo conciencia de no haberme levantado de la cama hace varios días. No he tenido fuerzas para eso. Pero también sé que esta escena la he vivido desde niño: el mismo aroma, la misma sensación en la boca, la misma sonrisa dibujada en el mismo rostro. Parece un bucle interminable en el tiempo.

Hay momentos en los que me cuesta diferenciar entre los sueños y la realidad. En esos pequeños instantes de conciencia, escucho las voces de mis familiares recorriendo la casa. Mi tío Mario peleando con las cucarachas en la habitación contigua, mi abuelo en su larga estancia en la ducha cantando un bolero de Los Visconti, mi tío Ramiro arreando a las gallinas y a los patos hacia la calle para que no defequen en la sala recién trapeada. Oigo también, muy cerca, los rezos de mi madre pidiéndole a San Benito que me cure, con la promesa de recorrer su procesión de rodillas si le hace el milagro. Desde que el médico dio su dictamen ella no ha dejado de llorar. Intenta ser fuerte delante de mí para darme esperanzas, me sonríe y me anima a seguir luchando; pero sus ojos no mienten. Algunas veces, cuando la enfermedad empezó a invadir mis órganos, la escuché llorar desconsolada suplicando al cielo por ayuda.

Muchas imágenes se sobreponen en mi mente. Cual si fuera una galería fotográfica, los recuerdos se agolpan en mi cabeza de forma aleatoria: un amanecer en el campo, su brisa fría, su olor a boñiga fresca, el sabor de la leche recién ordeñada bajando por mi garganta; un beso furtivo en el patio de la casa con el ritmo afrodisiaco de una lambada de fondo; la brisa en el rostro en un largo viaje en bicicleta con los amigos del colegio; la pequeña mano de un recién nacido agarrando mi dedo; la adrenalina de hacer el amor en el patio de los suegros mientras ellos están en la sala; el rostro desdibujado de mi abuelo metido en un ataúd, mi dolor. Eso es nuestra vida, imágenes. Supongo que a eso se refieren cuando dicen que recogemos nuestros pasos, en realidad no recogemos nuestras huellas sino nuestros recuerdos.

El olor a café se disipa lentamente. ¡Siento que la nada se acerca! El paraíso debe ser ese recuerdo que perdura en el tiempo; como aquella cinta dirigida por Harold Ramis en la que Murray consigue la felicidad viviendo una y otra vez la misma secuencia de su vida.

Mi paraíso debe ser ese amanecer con aroma de café, la mano suave de mi amada despertándome, el beso en la mejilla de mis hijos antes de irse para la escuela, la voz sincera de mi madre dándome la bendición y la sonrisa dulce en el rostro fruncido de la vieja Tarcila mientras me acerca la taza de café.

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