Queridos hijos:
Ahora que nada tengo, puedo dejar la presente, no como testamento, sino para que comprendan qué ha sido de mí, si es que alguna vez se lo preguntan. Tal vez se acuerden que soy ordenado, y que me gusta cada cosa en su lugar. Pues, como esto es algo que no se compadece con mi carácter, me veo forzado a explicar mis acciones. Ahora puedo porque estoy descalzo, en cuanto me ponga las zapatillas ya no habrá vuelta atrás.
Durante los cuarenta años que fui a la oficina, no falté ni una vez. De chico me han enseñado que las obligaciones hay que cumplirlas, y no quejarse. Eso es lo que he hecho. Pero la verdad es que cuando me jubilé sentí una alegría casi contenida, que nunca había sentido. A instancias de su madre me compré este par de zapatillas que me espera al lado de la cama, casi como símbolo de que ya nunca más tendría que usar zapatos, como un símbolo de libertad.
A veces la libertad puede ser pesada. Es difícil pasar de recibir órdenes y maltratos, a la calma insospechable del aburrimiento. Hubo alguna que otra vez que soñé con el señor Díaz, mi último jefe, mandarme a que le sirviera café. Digo mi último jefe, porque he tenido tantos que ya no los recuerdo. La mayoría eran compañeros míos. Por uno de esos caprichos de la vida, siempre han ascendido a otros. A mí nunca me ascendieron. Pero está bien, otros lo habrán merecido más. Nadie puede decir en todo el tiempo que trabajé, que me vio con mala cara. La verdad es que siempre he querido creer que hay un lado positivo en las cosas; soy optimista por naturaleza, y me es increíblemente fácil ver lo bueno de todo.
Creo haber sido un buen padre, siempre pendiente de lo que ustedes necesitaran. No sé si recuerdan, pero un día trabajé durante cuarenta y ocho horas seguidas (de sereno) para comprar un juguete que necesitaban y que ya no recuerdo. Fue para navidad, ese día que me preguntaron por qué yo no era como Papá Noel y no les podía comprar todo lo que querían. Me reí mucho ese día, aunque creo recordar que me generó un poco de tristeza y un poco de culpa. Así, cuando necesitaron el dinero para salir al mundo no dudé en vender el departamento de recoleta (el de sus abuelos) y pasar a alquilar. No dudé, incluso cuando desde aquél día ya no los volví a ver. Debe ser lindo Europa. Yo nunca fui. Espero que les esté yendo bien; sé que me han dicho que acá no aprecian la música de ustedes, y que por eso necesitaban el dinero del departamento para explorar, allá donde sea que están; a veces los extraño.
Por eso, cuando mandaron aquella carta diciendo que no tenían más dinero y que necesitaban más, no supe qué hacer. Vendí el auto y les mandé la plata, pero evidentemente no les alcanzó, porque me dijo su madre que se habían disgustado mucho y que no volverían a verme. La vida en Europa debe ser extremadamente cara, ya que calculaba que la venta del departamento les durara cuatro años, pero les alcanzó a duras penas para cinco meses. Fue mi error, y espero que puedan perdonarme. No me gusta que nadie se disguste conmigo, menos ustedes.
Lo mismo pasaba con su madre. Aunque con ella era algo distinto. Nunca supe si en verdad me quería. Don Augusto decía que sí. ¿Se acuerdan de Don Augusto? Era nuestro vecino; a mí me caía bien Don Augusto, siempre que me miraba me sonreía. Era una persona increíblemente amable, pero había algo en su manera de sonreír, en particular hacia mí; como si se hubiera acordado de un chiste, de repente. Eran muy amigos con su madre, y muy cariñosos. Ella lo abrazaba de un modo especial, y a mí me daban celos. Calculo que el vecino se habrá enojado, porque me esquivaba. Tuve que hacer mis mejores esfuerzos para volver a ganar su confianza, pero lo hice.
El carácter de su madre empeoró desde que me jubilé. Luego de comprar las zapatillas, siempre me gritaba. Igual que cuando vendí el departamento. Lloró mucho por Don Augusto, y lo único que la mantenía feliz era saber que el dinero era para ustedes. Desde luego, eso no impedía que me gritara que era un infeliz, que no servía para nada, y que no tenía dinero. Aunque siempre lograba calmarla, sonriendo, aceptando la culpa y haciéndole regalos suntuosos.
Todo eso cambió desde que empecé a usar las zapatillas.
Me las ponía y no era dueño de mis pasos. Por lo general me llevaban a lugares alejados, desconocidos para mí, que nunca me han gustado las aventuras. Lejos de su madre, del departamento que alquilamos, de todo. Desconozco cuál es el embrujo que tienen, pero dominan mis pasos y no hay nada que pueda hacer para detenerlas.
Hace cuatro semanas, comencé a caminar y, sin poder detenerlas, me han traído hasta este lugar. Es curioso que me hayan traído a Mar del Plata, porque siempre quise conocer. No sé qué habrá sido de su madre, hace mucho que no la veo. Espero que esté bien, y que ustedes puedan contarle lo que me pasó.
No soy yo, son las zapatillas. Ellas me obligan a caminar.
Ahora, lo sé, quieren ir al mar. Pero no pretenden parar, sino que planean seguir avanzando. Lo sé, y no hay nada que pueda hacer para detenerlas. No he traído otro calzado, así que cuando termine ésta y me ponga las zapatillas, me conducirán donde han querido ir desde que las compre. Aunque la verdad es que no me quejo. Trato de poner mi mejor cara y aceptar lo que me ha tocado en suerte.
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