Oscuridad. Frío. Niebla. Cansancio.
Quería llegar a La Coruña esta noche. Pero estoy agotado. He encontrado un pequeño hotel. La Casilla, se llama. Es viejo, sencillo, amable, deslucido. La habitación es pequeña. Con esa limpieza sin cariño que caracteriza a los lugares de paso; como el abrazo de una prostituta. Una cama grande, sombría, porque no ha visto mucho afecto en su vida. Tres cuadros muy baratos, dignos, porque nunca pensaron que llegarían tan lejos. Un armario económico, afligido, pues nunca sirvió para lo que fue fabricado.
Pero es suficiente. No necesito más.
He comido algo en el restaurante. Está pintado de un azul mediterráneo, tan intenso que parece querer alumbrar todo el lugar. Ahora estoy tumbado en la cama. Estoy fumando una pipa mientras recuerdo. Jacknife es el tabaco que he elegido; una mezcla americana de virginia y kentucky; elegancia y rusticidad, dulzura y contundencia; porque hoy necesito saber que la vida es contraste, y no permite la pureza.
Mañana llegaré a mi destino. Poco más de una hora me separa de él. Tras dos meses de búsqueda, estoy muy cerca.
Mi abuelo murió. Me llamó, poco antes, para darme una llave y un encargo:
—¡Búscala! ¡Pídele perdón!
La llave correspondía a su caja fuerte. Una preciosa Samuel Withers, inglesa, de finales del siglo XIX. Una joya, de aquella época en la que los hombres se enorgullecían de hacer bien su trabajo. Recordaba la caja. Tenía un mango en forma de puño que sujeta un bastón. Abrí la puerta y busqué en la arqueta de abajo: una foto y un sobre vacío. Solo eso.
Mi abuelo era duro, como los inviernos de Pinoso. Sólido, como sus queridos olivos. Acogedor, como el fuego en el que cocinaba la gachamiga los días que salíamos de caza.
Se tomó muy en serio mi educación. Mi padre tenía dos empleos. Y mi madre… Él no confiaba en la capacidad de mi madre para enseñarme a ser un hombre. Así que asumió el reto.
Salíamos muchos días al campo, con su perro. Me obligaba a caminar hasta que no podía más. Entonces me decía que ahí, en ese instante, era cuando empezaba a mandar el carácter, y me forzaba a seguir. Me hablaba de superación, de esfuerzo, de dominar las debilidades, de la responsabilidad. Cuando decidía que ya había soportado bastante, parábamos y empezaba a preparar el fuego. Esas comidas en el campo me sabían a gloria. Me hablaba constantemente. Recuerdo algunas de sus frases. Cuando decía que un hombre valía tanto como su palabra. Cuando afirmaba que la única pauta que debía regir mi vida era mi conciencia. Cuando me recordaba que si alguna vez necesitaba una mano, la tenía al final de mi brazo. Cuando apuntaba que la fortaleza surgía de la dificultad. Cuando me recomendaba que nunca dependiera de nadie.
Me enseñó a disparar. Durante años me hacía limpiar la escopeta antes de salir de casa. Una preciosa Sarasqueta yuxtapuesta, antigua, que ahora me pertenece. Pero hasta que no cumplí los trece años no me dejó usarla. En el pueblo no había nada que cazar. Las salidas eran una excusa. Nunca me importó. Tirar sobre botes de conserva era muy emocionante. El olor de la pólvora y del aceite, el estruendo, el impacto del retroceso, son sensaciones que no he olvidado.
Cierro los ojos y puedo oler, también, su picadura cubana. Era deliciosa, suave, plena, amaderada, muy diferente del áspero burley extremeño que fumaban sus amigos. En el paquete había un hombre muy serio, con una gran barba blanca. Recuerdo que le pedí a mi abuelo que se dejara una barba así, como Don José.
Cuando yo estaba enfermo, se sentaba a mi lado y me contaba historias. Las de la guerra, eran mis favoritas. Mi abuelo hacía estraperlo. —¡Ninguna ley, divina ni humana, puede obligar a un hombre a renunciar a su principal responsabilidad: cuidar de los suyos! —decía con voz muy grave. Lo oía, y me imaginaba a los piratas de Mompracem combatiendo en la sierra de Pinoso. Para mí, mi abuelo era como Sandokan.
Recuerdo, especialmente, la furia con la que increpó al conductor que estuvo a punto de atropellarme aquel día. Nunca me he sentido más protegido, más seguro.
Mi abuelo dejó una intensa huella en mi alma. Por eso accedí a cumplir su deseo.
Él tenía tres hermanas, todas menores. Algo sucedió, y la más pequeña se marchó de casa. Nunca se habló de ello en la familia. En aquella época, los secretos eran sagrados. Esa generación, que se enfrentó a la miseria y al odio, sabía de la importancia del olvido.
La he localizado. Aún vive. Mañana la veré. Mañana sabré qué ocurrió.
Mi abuelo sabía muchas normas. Pero, hasta el final de su vida, no comprendió que todas esas reglas debían subordinarse al amor.
Mañana honraré su último consejo.
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