El agua quemó. Los fideos estaban listos. Emanaban un aroma muy típico en la casa, capaz de ser miembro de esta familia. Unos pájaros en su desordenado cantar pudieron despertar en lo que sería ´la mejor parte del sueño´ a Lisandro en la habitación del fondo.
Lisandro notó nuevamente que se había levantado tarde, y no pareció molestarle el brillo de la mañana. Él ayudaba a su padre, allá, afuera de la casa, en pleno campo, pero se enteró que su ayuda dejó de ser necesaria cuando jugaba a crecer, cuando se empezó a trabajar menos. Su castaño cabello despeinado no tenía importancia. Lejos de la ciudad los problemas eran menos, aunque éste no era el caso.
La pobre madre se vio forzada a callar las quejas sobre la repetida presencia de este plato, salidas de Lisandro. -´Lo que ves es lo que hay´- volvía a decirle al joven cansado de pasta. Luego del almuerzo su mamá pareció compadecerse y le sirvió un vaso de yogurt, y de esta manera irse a preparar un plato para ella.
Al joven se le entrecruzaban pensamientos de enojo. La poco mejor vida vivida y la furia de que mañana sea igual. Su padre siempre que podía trabajaba, pero un día se daría vuelta la taba.
Él siempre tuvo la iniciativa de seguir el ejemplo de su papá. Más allá de eso, Lisandro agradecía a ciegas que tenga mayor tiempo de descanso. Lisandro hace mucho dejó la escuela para ayudar en las tareas del campo, demasiadas para tres personas. A veces hacía eso o recorría la carretera hasta cierto punto en el que decidía volver al punto de partida.
Los días iban pasando con la rapidez de un jet sobrevolando aquel lejísimo cielo, y en la radio se podía escuchar a muchos poderosos, quiénes no paraban de hablar sobre cómo se llenan los bolsillos.
Una tarde con sol, ya una de las últimas, Lisandro se encaminaba una vez más sin rumbo por la carretera, aunque en esta ocasión con una pequeña variante; bajo el brazo su radio. Antes de su salida, pudo ver a su padre trabajando en algo que rompía su rutina, pero él no le dio tanta atención al hecho.
Hubo un punto en el trayecto de ida en donde Lisandro optó por detenerse, justo sobre un cartel que marcaba los pocos kilómetros a la próxima metrópolis, con un ocaso inolvidable, eterno.
Lisandro como sin querer movió el sintonizador del radio a pilas, Ahora se podía endulzar los oídos un partido de fútbol. Este chico sufrió las mismas emociones que alguien dentro de la cancha. Su sonrisa eran más que noventa minutos. Él incluso agradeció a Dios por este milagro común, a tan sólo poder imaginar el partido. Feliz, amado, se obligó a sí mismo a volver.
Lo curioso fue que, a mitad de camino, se halló con la camioneta de su cansado padre manejándola y en la ventanilla lateral estaba su mamá pidiendo en voz intensa que se subiera. Lisandro no terminaba de entender por qué el vehículo había seguido de largo.
Aquel joven sufrió de una duda, hasta que al voltearse ve en la parte trasera como se había acostado todo el equipaje, y eso lo calmó por unos instantes.
Lisandro no era muy bueno recordando todo lo que registraba, pero lo que en verdad quedó en su consciencia eternamente el extraño cartel que logró ver en su casa cuando pasaron. No lo había visto, ni antes de irse ni nunca en su vida. Tenía como el nombre de alguna empresa de las que oía en la radio, o más bien una inmobiliaria. Lisandro apagó para siempre ese dispositivo y lo guardó bajo su brazo. No encontraba explicación alguna, pero esta vez prefería no hablar ni siquiera mirar al respecto. Eso sí, Lisandro sintió una salada sensación de que no volvería jamás a pisar aquella tierra húmeda que cubría el paisaje de su lugar de hace ya varios años…
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