Patinando con una muñeca

Patinando con una muñeca

Robert Brandwayn

03/12/2018

Después de semanas bajo cero el clima cambió.

Jacobo llegó a casa temprano, se cambió de ropa rápidamente y corrió a buscar a su hermano David. El termómetro marcaba 8 grados centígrados.

“-Las condiciones están perfectas- gritó.”

Eran jóvenes adultos, David ya trabajaba en la ferretería de su padre y a Jacobo le quedaba un año de colegio.

Jacobo fue el primero en sacar los patines de debajo de la cama. Los tenía listos desde la primera nevada pero no había sido posible salir. David tenía dos años más y manejaba esa calma esperada del hermano mayor pero su corazón latía fuertemente: iban a poder patinar de nuevo.

La familia cumplía con las tradiciones de los ancestros, aunque no eran religiosos concentrados en casas de estudio. Por el contrario, montaban a caballo en primavera, jugaban al fútbol en el verano y patinaban en el hielo, junto a sus vecinos, en el invierno.

Sentado en el restaurante del barco, Israel cortó un pedazo de pastel y se lo llevó a la boca. El pastel estaba un poco duro, pero no tanto como la moneda que mordió y casi le rompe un diente. Israel no dudó un segundo en llamar al mesero.

En una mezcla de alemán, polaco e yiddish, logró comunicarle el infortunado encuentro.

-¨Felicitaciones señor!»- dijo el maître – «Ud es el ganador del premio especial!”

Ante la mirada sorprendida del pasajero, el maître regresó con una muñeca del tamaño de una niña de 2 años.

-Que diablos voy a hacer yo con eso- pensó Israel.

También pensó en sus hermanos, uno de los cuales estaba en Colombia, otro en Paraguay, cuatro en Polonia (que seguramente estarían patinando en el hielo) y él, tratando de entrar a Venezuela.

Al día siguiente se levantó más temprano, se afeitó, y salió sin desayunar para asegurar un lugar en la borda del barco. El calor y el sol eran insoportables. Seguro, en algunos veranos en Polonia la temperatura y humedad subían, pero nunca así. Era el calor de los pasajeros desesperados buscando un espacio. Entre codazos y empujones logró encontrar un buen punto. Ya había pasado una semana desde que llegaron a La Guaira y seguía en el barco.

Los inmigrantes pasaban días enteros esperando que alguien en tierra los encontrara apropiados para un trabajo y los escogiera para bajar. Un contrato verbal entre la persona abajo y el inmigrante, además de la aprobación del director de la policía del puerto, era suficiente para entrar al país.

Israel pensó en los tramites que había hecho en Europa para viajar a América, las largas filas, los certificados laborales, las visas y permisos tramitados en Varsovia y Hamburgo, los exámenes médicos que probaban que no tenía lepra, todo eso valía nada. Lo que importaba al final de esta gran travesía era que alguien en tierra guiñara su ojo, hablara con el director, y garantizara su entrada a Venezuela. País de inmigrantes: españoles, portugueses, judíos, árabes, puerta al continente Américano. Venezuela era la tierra prometida.

Era 1935. En Europa, David y Jacobo patinaban en el hielo, daban piruetas, y aprovechaban el poco sol que había. Sus hermanos habían partido a tierras lejanas en busca de oportunidades.

La noche descendía en Venezuela. Israel vió como en un espejo su cara de angustia reflejada en la de sus paisanos que se quedaban en el barco. Las autoridades cerraban sus puestos. Otro día pasaba y la puerta no se abría.

No quiso comer y se encerró en su camarote. Tenía miedo de regresar, de enfrentar el fracaso. Contempló la muñeca. Cómo mínimo tenía un regalo para su hermana Dina en Polonia – Te la traje de Venezuela después de tres meses en barco y 50 permisos- pensó.

David y Jacobo estaban felices. Habían patinado en el hielo todo el día. Decidieron que le iban a pedir a Salomón, su hermano mayor, que trajera la cámara que había comprado en Varsovia. Si el clima lo permitía, no solo iban a patinar al día siguiente, se iban a tomar fotos.

A las cinco de la mañana Israel se levantó. Sentía que la piel se le arrugaba por el calor. Los días se agotaban y con ellos la oportunidad de entrar a América. Dejó que el agua fría lo despertara de la ansiedad. Se vistió de afán con sus mejores ropas.

Antes de salir vió la muñeca. -Maldita sea- pensó.

En el lago congelado, Salomón tomaba fotos mientras Jacobo y David patinaban. David se cansó y se sentó en la banca que había al fondo del lago. «-Mira Salomón-» dijo Jacobo «-podría ser el primero de los nuestros en pertenecer al equipo de patinaje olímpico polaco-«. Se divertían en el frío. Era una gran momento.

Israel sufría con el calor de los cuerpos peleando por un puesto. No era el único en haber madrugado. Volvió a su camarote. No quería resignarse y resolvió pedir ayuda.

Parado en el puerto abajo, Samuel Mendes vió a una muñeca caminar por encima de las otras cabezas.

«-Metete aquí Israel- dijo su paisano Efraín -Hoy es nuestro día de suerte.»

Samuel vio a un joven de ojos verdes pararse en la borda sosteniendo la muñeca.

«-¿Cuanto me das por la muñeca?- gritó -La quiero para mi hija de 5 años.»

Israel recibió un codazo de Efraín. Le señalo a Samuel abajo. «-Te están hablando- le dijo.”

El ruido de la gente en la borda apenas permitió a los hombres realizar su transacción.

«-Te doy la muñeca gratis con tal de que nos bajes a mi y a mi amigo- dijo entre gritos Israel.”

Samuel estaba buscando inmigrantes de más edad para su fábrica, pero el joven le pareció recursivo y resiliente. Él había hecho bailar una muñeca por los aires.

Israel entró a América.

En Europa el buen tiempo duró poco. No se podría patinar por muchos años.

El hielo no estaba tan firme como David y Jacobo pensaban.

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