En casa de mis abuelos no había frigorífico. En casa de mis abuelos, como en las demás casas del pueblo, los alimentos se conservaban en la fresquera.

En su casa no había nevera, pero todos los días, antes de comer, al abuelo le gustaba tomarse una cerveza. Sentado en el banco de piedra que él mismo había plantado delante de la fachada, cuando se acercaba la hora hacía llamar a alguno de sus numerosos nietos, para que fuera donde la Tomasa a por su botellín, bien frío.

Al bar de la Tomasa, uno de los tres que entonces había, se llegaba cruzando la carretera que atravesaba, y atraviesa aún, el pueblo. Era una casa grande, en esquina, que además de bar hacía las veces de pensión, carnicería y tienda. Una hija de la Tomasa, la más guapa, se hizo novia con mi primo Carlos, hijo de mi tío el de la fábrica de madera. La familia de ella era dueña de la otra fábrica, conque el noviazgo le parecía bien a todo el mundo: los dos eran guapos y su boda convertiría las dos fábricas en una sola, más grande. En los pueblos nos gusta tener algo grande, significativo: una fábrica, un matadero… algo que nos ponga en el mapa.

Por entonces yo tendría quince años, y también era guapo, pero el negocio de mis padres se encontraba en Madrid, adonde habíamos emigrado cuando era poco más que un bebé. Su tienda de ultramarinos estaba muy cerca del colegio donde estudiábamos mi hermano y yo, así que durante todos esos años mi vida transcurrió dentro de aquel barrio. Incluso aprendí a montar en bici en la plaza donde estaba la tienda, lo que supuso una herejía en la tradición de una familia cuyos miembros había aprendido todos en el pueblo, donde la bicicleta era una prolongación natural de sus habitantes.

Con el tiempo, ese pecado lo expiarían por mí mis hijas, que volvieron a la costumbre familiar de dar las primeras pedaladas en la plaza del salón del baile. Para entonces nos habíamos hecho una casa en el pueblo, al lado de la que fuera la de mis abuelos, donde mi madre, viuda demasiado pronto, pasaba los veranos cerca de su hermana.

Los recuerdos siempre me vienen a la memoria en el mismo orden. Como una vieja cinta de casete que puedes pasar rápido o rebobinar, pero no alterar el orden en el que la grabaste.

Si adelantásemos la casete hacia adelante, hasta el final, saltándonos muchos de los recuerdos grabados: nacimientos, fiestas, entierros, bodas ―por cierto, la de los herederos de la madera no llegó a celebrarse―… llegaríamos a la enfermedad de mi madre, que en unos años acabaría impidiéndole volver a su pueblo, del que no llegó a despedirse. Estos recuerdos terminarían aquí, pero sería un final demasiado triste, que no haría justicia a una casete llena de historias que no lo son. Por eso, y porque fui yo quien la grabó, me voy a permitir rebobinarla bastante atrás, hasta la mañana de un domingo de agosto de 1973.

Tengo trece años y estamos veraneando en el pueblo. Todos arreglados para ir a misa, esperamos a mi padre, que pasa la semana en Madrid trabajando en la tienda y solo viene a vernos los domingos. Después de los besos y saludos de costumbre, nos avisa sonriendo: “Traigo algo que os va a hacer mucha ilusión. Es una sorpresa”. Empezamos a insistirle preguntando, intentando adivinar de qué se trata y siguiéndolo por la casa, hasta que mi madre interviene para disolver la algarabía: “Diles ya lo que es, que con las tonterías no vamos a llegar a misa”. Mi padre, sin borrar la sonrisa de su cara, saca un sobre del bolsillo de la camisa y lo deja sobre la mesa de la cocina. “Son para el domingo que viene, así que ya os podéis ir preparando” ―anuncia muy solemne, mientras se echa hacia atrás evitando nuestros empujones ¡Unos billetes de avión de Madrid a Málaga! A principios de los setenta, ir a Barajas a ver despegar y aterrizar los aviones ya me parecía algo extraordinario, así que lo de los billetes me produjo una impresión que soy incapaz de describir aquí. Iba a montar en avión… y a Málaga, nada menos. El sermón de la misa de ese domingo no dejó en mí huella alguna, volando como estaba ya con mi imaginación.

Los recuerdos del vuelo y las vacaciones que pasamos en Fuengirola están grabados con todo detalle en otra cinta. En esta solo queda constancia de un pequeño problema en el viaje de vuelta, que nos obligó a hacer escala en Sevilla, y del hecho de que mi madre juró ―y cumplió― no volver a subirse a un avión en toda su vida.

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