La abuela había muerto, ya no estaría más. La patriarca del hogar se despedida después de veinte meses de agonía alternados de una camilla de hospital e hijas que hacían como enfermeras domiciliarias. Entre un ir y venir de rezos, amuletos, jarabes de cicuta, el transporte público, la lentitud de los días, lágrimas de esperanza, las golosinas escondidas, abrazos de los nietos. Su cuerpo cayó adormecido en el gélido de la muerte por un cáncer que calcinaban las células de sus riñones. Mamá lloraba, yo no lo entendía hasta que sus ojos me causaban repugnancia.El tío fornido con brazos de hierro, vulnerable, caminaba en pequeños círculos alrededor del ataúd como queriendo intercambiar de profesión; el sería el muerto y abuela con dientes de leche tendría otro pequeño suspiro para vivir, pero yo no lo entendía. Mis tías que vestían de fino algodón negro, no sé si por la difunta o por la soledad de no tener un hombre que reviviera sus cuerpos flácidos y gordos traían ramilletes enormes de flores de todo los tipos y colores. Una de ellas me puso la palma de la mano en mi cabello y frotándolo me hablaba entre el llanto y moquidos que más bien causaban miedo – Hijo, lástima que no la recuerdes como nosotros, ella te quería mucho – me dijo, pero yo no lo entendía.
Por dos metros de ancho de una puerta de cuatro metros de altos vi aparecer tantos adultos y niños que se haría pequeño la ampliación de las familias chinas bajo el mandato de Mao Zedong. Todos nuevos: primos, abuelos, nietos, hermanos, cuñados, amigos cercanos, papa, mama, tías, todos ellos ya no tan tristes. Más bien a la llegada del apetito sonrisas hambrientas devoran las buenas historias de tantos años atrás compartidas. Todos juntos con sus problemas pero más alegres porque después de que el tiempo hubiera pasado se reunían una única vez para llorar a la anciana. Un nuevo pariente nacido de la nada se regocijaba proponiendo quien sería el siguiente, yo jugaba y corría con otros pequeños perdiéndonos en la selva frondosa de pantalones y faldas que con rostros y ademanes de rechazo nos miraban.
Una limosina de latas ajadas llego y el cajón fue subido. El auto a la cabeza de la procesión y el resto de dolientes a la cola hasta llegar a la iglesia del pueblo. La eucaristía siguió y bajo el crisol de un sol insoportable marchamos al cementerio en donde el polvo se convertiría en polvo. La lenta y rápida máquina de la pala realizaba su trabajo, una última vez el rostro pálido bajo el cristal hacia caer llantos quebradizos y el polen perdía su olor entre la tierra. Regresar a casa es lo único que queda con el compromiso de mañana ser un mejor hombre y ahora que lo recuerdo y lo entiendo, esa fue la última vez que estuvo toda la familia junta aunque fuera para llorar,y parecían alegres.
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