Esta es la historia de una princesa destronada, una de tantas, que no fue reconducida y no pudo virar el rumbo de la dirección inadecuada. Los sucesos que se narran a continuación fueron construyendo su personalidad advenediza y solitaria, o tal vez, quién lo sabe, todo estaba escrito por un orden genético o una conjunción astral ineluctable.

Desde muy niña sintió una admiración desbordante hacia su padre, un hombre corriente que a sus ojos, tomaba la apariencia de todos los príncipes y todos los héroes de todos los cuentos. Por el contrario, su madre, una mujer normal, tomaba la apariencia de todas las brujas y reinas malvadas de todos los cuentos. A él, le dedicaba hermosos dibujos de colores ; a ella, retorcidas morisquetas incubadas por los celos que iban tejiendo su urdimbre en la precoz advenediza. Al cumplir los cinco años, la llegada de su hermana acrecentó la hostilidad hacia su madre, portadora de una intrusa usurpadora de los dominios de su infancia. Agasajaba a su héroe con besos, abrazos y cientos de dibujos ideales y hacia ellas, un repudio irrefrenable iba ennegreciendo su carácter.

La figura idílica del padre también se tradujo al ámbito escolar y a todos los ámbitos de su vida. Era especialmente esmerada en las asignaturas impartidas por los maestros, a quienes adulaba por necesidad, sin pudor y provocando el rechazo colectivo de sus compañeras que no tardaron en esquivar a la pelota de la clase. Lejos de achicarse ante el vacío de las otras, y para ganarse la atención de sus profesores, las acusaba sin conmiseración por cualquier travesura o fallo de conducta. Sentía satisfacción por el trabajo bien hecho en su rol de delatora y ninguna compasión por los castigos impuestos a sus rivales enemigas. Sobre su hermana pequeña también recayó su inquina, hasta el extremo de hacerla caer de un puntapié, desde lo alto de una formación hecha con cuerdas y con forma de pirámide donde jugaban en el parque.

En la universidad, estudió filología clásica para perpetuar, a su manera, el universo imaginario de héroes, villanos y brujas malvadas que habitaron su niñez. Se enamoró de un catedrático que impartía latín, a quien dedicaba poemas de amor escritos en la lengua madre. Tal fue el acoso sufrido por el docente, que tuvo que pedir un traslado a un lugar ignoto de la Península, lejos de la intrigante pupila. Dejó la Facultad en el segundo curso por acumulación de conflictos y tras la apertura de un expediente disciplinario por agredir a una estudiante.

La misoginia cebada en su niñez era un muro infranqueable que le impedía entablar amistad con el sexo femenino. Tampoco tuvo amigos porque ante la cercanía de los hombres, revertía el platonismo que latía desde su infancia como si fuera hoy. Era, a simple vista, una mujer oscura, sin atractivo, una incorregible sufridora de amores imposibles. No encontraba su lugar en un mundo extraño y se declaró poeta: la poeta del viento. Difícilmente podía florecer el talento en una personalidad tan turbia y cualquier asomo de belleza, se alejaba inasible como el viento. Sin embargo, no menguó nunca su autoestima y caminaba erecta con la mandíbula altiva apuntando como un dedo a un mundo mediano pendiente de sentencia.

Era una mujer de tristeza, incapaz de derramar una lágrima ni a la muerte de sus padres. Su hermana no permitió que conociera a sus sobrinas a las que mantuvo fuera del influjo de su tía, la innombrable. Recibió de su madre un puñado de tierras y ante el mismo notario, proclamó que vendería a cualquier precio hasta el último gramo de arcilla de su herencia.

Transcurrieron los años y se hizo vieja. La compañía de cuatro gatos vagabundos a los que nombró con los cuatro puntos cardinales era la patria que alentaba su existencia. A pesar de todo, necesitaba amar, pero no sabía… Una mañana de invierno, caminaba apoyada en un bastón con la espalda encorvada, arrastrando los pies como si fueran de cemento. Era una figura extraña que movía a la compasión y al escalofrío. De pronto, una niña se acercó y le dijo:

– ¿Por qué andas mirando al suelo?
– Véte. niña
– ¿No quieres que te acompañe?
– No necesito a nadie que me acompañe.
– A mí no me gusta estar sola. Me gusta estar con mi papá y con mi mamá.
– A mí, no.
– Por eso caminas mirando al suelo. Porque tú ya no quieres a tus papás.

La anciana levantó la cabeza y miró a los ojos de la niña con una expresión luminosa en el rostro.

– !Te has puesto guapa y pareces más joven! ¿Lo ves? ¿Ves como tú también necesitas a tus papás?

Y entonces lo vio. Vio lo que los celos deportaron a algún lugar remoto de su alma. El encuentro con la niña cambió su vida por un instante pero no viró el rumbo de la dirección inadecuada. Era demasiado tarde para soltar la infancia y amar como un adulto. Haría falta otra vida para hacer de esta historia un cuento.

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