Un pobre hombre, que no podía consigo mismo, y se escondió entre drogas y alcohol. Con solo 22 años, se refugió en el infierno personal de la demencia y el abandono. Una historia repetida como tantas otras, no tiene nada especial, no tiene nada en particular, lo único que la hace excepcional, es que es mía, y nada la puede borrar, lamentablemente, nada la puede borrar.

Se entiende la situación. Esta historia no la invento yo, me la ha contado su vecina, una curiosa del vecindario, que barría la vereda cada mañana, y así lograba tener siempre la primicia. Tenía que tener el honor de relatar los últimos días de mi padre.

Fue una mañana de Marzo, cuando él regresó. Se decía que estaba enfermo, y que había deshizo su vida. Se había olvidado que la tenía.

Edith, lo había visto llegar, con un bolso negro, cubierto de polvo. Ella entendía la situación, un rapagón sin estudios, ni trabajo, huérfano de madre, un adicto sucio, era obvio que tenía miedo.

Había abandonado a su pareja, con la que tenía una hija, con quién tenía una responsabilidad, le había jurado amor eterno; pero era un mentiroso. Dejó de lado a su hija, por unas cuantas inyecciones más, por unas líneas de muerte más… Me dejó de lado, una responsabilidad que no estaba a su alcance, como me dijo Edith, era solo un adicto. No podía tenerme, yo no era prioridad. No podía cumplir con un rol del cual desconocía por completo su función. Ser padre no era su oficio, y no lo culpo.

Uno debe asentarse en sus zapatos, le estaba haciendo frente a una realidad distinta, su enfermedad lo iba a terminar consumiendo, alejarse, era la opción más viable, no debía ser una carga para la persona que le había jurado amor y respeto. Cuando descubrió su enfermedad, optó por la opción más madura, y más cruel. Esfumarse, alejarse para que no lo veamos moribundo, en aquella cama de hospital que lo acobijo hasta el último suspiro.

Se fue, muriendo solo, con miedo de ya conocer su destino, no pasaría los 30, moriría joven, sin siquiera poder ver crecer a su hija, lo único que tenía, lo único que le era propio.

Edith, lo vio llorar muchas veces, alejado de todo para no arruinar más vidas, pero unido a todo mal. Nadie lo comprendía, pero hoy, puedo perdonar su conducta, lástima que él no haya podido hacerlo.

Se escondió, de todo, en drogas, en falsas ilusiones, bajo una pantalla de «drogadicto de mierda», para apaciguar su temor. Joven e insano, no podía tomar sus propias decisiones. Se encaminó, se tuvo fé, creyó en sí mismo, pero se equivoco. Huyó de sí, con culpa.

Su vecina, barría la vereda, mientras los niños del barrio le caminaban sobre las hojas secas. Esos niños que él se había encargado de cuidar, proteger, con culpa por su accionar. No pudo con tanta realidad.

El temor escapaba de la realidad. Él, había sido criado por su tía, sentía realmente el abandono familiar. Intentó con todas sus fuerzas hacerse responsable pero la psiquis le fue más fiel. Cayó nuevamente, derrochando la bolsa y la vida, le fue poco a poco conociendo la cara a la muerte, y desvanecía en sus recuerdos el rosto de la niñita que había dejado el día de su 1° cumpleaños.

Edith, cuenta que en su lecho de muerte, las lágrimas que eran derrochadas, reclamaban mi presencia, ya tan tarde, imposible de abatir.

Hay quienes opinan que eligió entre una vida miserable a una de amor y vida, afrontó ser enfermo y que en su mochila iría el recuerdo banal de una hija.

Cuando ya mi madre decidió vivir su vida, casarse, tener otra hija, él aún vivo, se negó a que a mi me colocasen el apellido del esposo de ella. De seguro le habrá costado muchísimo asumir tal situación. Quedaban pocos meses para que su alma abandonase su cuerpo.

Si tuviese que dibujar una línea del tiempo, con mi familia como testigos, quedo perdida en los acontecimientos del pasado. Narro una historia que me fue contada, mi único contacto con quien se dice que fue mi padre, es en un sueño, donde se despedía de una bebé que lloriqueaba por la ausencia del calor. Un gran espacio en negro me acompaña hasta que a la edad de 8 años, la invitación a la muerte me fue escuchada. Un 1 de Enero, irónicamente, se dignó a abandonar este mundo terrenal que llamamos como vida, el sida ya había culminado su tiempo. Pero ni el placer de ver un cuerpo me dejaron, me avisaron a los meses que su ausencia ya era real.

Solo pude contemplar algunas historias, anhelando conocer más. Él, por supuesto que tenía un padre, quien me dejó esperando su llamada para una visita por años. Fueron años de espera, de preguntas sin respuestas, de una historia sin ser clara. Una niña al lado del teléfono, perdida en ilusiones, adoptando la insinuosa soledad.

Debo de agradecer a Edith, por ser tan curiosa y narrarme algunos momentos, de los cuales se produjo el entretejo de frases.

No es una historia con final, desearía contarles algo más, desearía poder escribir el vivieron felices por siempre. Pero, quizás es una historia para abrirle las pestañas al que se esté lastimando.

Hoy, tengo la edad que él tenía cuando se estaba desvaneciendo, y me pregunto indefinidamente, ¿cuando uno se convierte en adulto?

Quizás la droga lo hacía olvidar, quizás el alcohol lo seducía dejándolo en la nebulosa de aquellos males. Quizás no existió y fue una historia que Edith me narró.

Ahora, tengo mi familia, es la que vale el vivir, mi pareja, su hijo y yo.

Y no puedo olvidarme de las mujeres de la familia, mi madre y la familia de mi padrastro.

Y sin importar lo que diga la biología, quien es mi verdadero papá, el conductor en esa foto.

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