Traspasar esas puertas automáticas es como ponerse un traje de plomo. Cristina saluda a la recepcionista y juguetea con el cordel de la caja de pasteles de cabello de ángel que lleva, mientras espera el ascensor del que sale un sonriente cuidador, sosteniendo a un inestable anciano impecablemente aseado.
Entra. Pulsa el botón. Suspira.
Recorre el pasillo de la tercera planta con pasos densos, dejando atrás salas y habitaciones disfrazadas con mobiliario neutro, que no logra que el lugar parezca habitado y cierra su olfato al olor a café aguado y jabón barato y al tenue tufo a bacinilla y sudor rancio, que ningún desinfectante logra hacer desaparecer por completo.
Desde la puerta de la habitación observa a Rosa, de espaldas frente a la ventana, y a Emilia, echada en la cama con la mirada fija en el techo, inertemente viva. Toma una ración extra del aire que allí parece que escasea y se acerca a Emilia para darle los buenos días. Su reacción es la de siempre: ninguna.
Rosa, aún en camisón, se vuelve al oírla y pícara, ondea una mano temblorosa invitándola a acercarse. Cristina deja la caja de pasteles en la mesita, junto a las butacas para las visitas y mira en la dirección que señala su madre, que presiona el cristal con el índice, como una cría frente al escaparate de una juguetería.
—Detrás de la palmera enana— le indica.
En el jardín del edificio de enfrente, ve un bulto de color caramelo con seis o siete apéndices peludos prendidos de la tripa, una gata que amamanta a su camada.
—No me dejan bajar a darle comida—dice Rosa apenada.
—La semana que viene se la llevamos—le dice Cristina para complacerla.
—¿De verdad? —pregunta dando palmaditas.
—Si es que aún están.
—Estarán. Estarán— afirma Rosa, alegre de nuevo.
Cristina reconoce en esa sonrisa la señal incontestable de su segundo extravío. El primero fueron aquellos años de reproches delirantes y odio fijado, los desvaríos que focalizó -quién sabe por qué circuito dañado-, en ella, su única hija. Después llegó el silencio rotundo, la ausencia opaca. No volvió a dirigirle la palabra y, aunque el dolor ya no se iría nunca, representó para Cristina un alivio que necesitaba.
Reapareció años después en una llamada de su tío, “casi nos mata” dijo. La ingresaron sin vacilar y se la devolvieron a ella desde el mismísimo abismo. Tal y como dejó de ser su hija, volvió a serlo: de repente, sin razón y sin sentido.
Tardó en visitarla. Se preparó a conciencia para encajar de nuevo todo su desprecio, pero Rosa la recibió con una sincera y amplia sonrisa, como si no hubieran existido aquellos últimos diez años. Y así era. Su mente, enferma nuevamente, había arrancado su locura de cuajo. Su memoria era ahora un desierto apaciguado.
La familia que le había dado la espalda le decía “la has recuperado”. No. Un trastorno había devorado al otro. De su madre no quedaba ni rastro.
Se sientan. Cristina abre los dulces.
—¿Y tu rodilla?—pregunta por decir algo.
—Mejor, ya no me duele casi nada. La que me preocupa de verdad, es tu madre—dice Rosa señalando a Emilia y metiéndose un pastel en la boca.
El dolor. Afilado, interminable. Agujas largas y finas punzándole cada poro, cada fibra. Cristina indefinida, Cristina inexistente. Otra Cristina.
—Sueña que te ocurren desgracias. Esta noche se ha despertado a gritos —cuenta atropellada mientras mastica—. Ha soñado que te esperaba a la salida del colegio, pero era como un fantasma y no la veías. Corrías a buscarla, llorando y chillando “mamá”, con tu vocecita desgarrada. Ella gritaba también, repitiendo hasta ahogarse “estoy aquí”, pero no la oías y cruzabas la calle y un coche se te llevaba por delante y volabas como una muñeca de trapo y caías al suelo y tu cuerpecito se rompía y tus pedazos se desperdigaban por todas partes y seguías gritando y ella quería recogerte, ayudarte, pero cuando intentaba tocarte, te atravesaba como si estuviera hecha de aire y aullabais las dos de dolor, ella invisible y tú tan pequeña, tan sola, toda rota, llamándola sin parar “mamá, mamá”.
Con los ojos rebosantes de lágrimas, Rosa posa una mano sobre la mejilla de Cristina, como sacudiéndose la sensación de ser incorpórea y Cristina la sujeta contra su cara. Su madre empieza a sollozar, fuera de sí, con el rostro lleno de lágrimas y mocos y azúcar.
—No podía tocarte—gime desconsolada—, no podía hacer nada.
Cristina entierra su espanto en el fondo del alma.
—No pasa nada, mamá, estoy bien—le dice con ternura.
—Eso mismo le he dicho— dice Rosa, sonándose y sonriendo con el cabello de ángel pegado a los dientes—“Emilia, tu niña está bien boba, no es más que una pesadilla”, y se ha dormido al momento, como ahora— y ambas la miran roncar tranquila.
—Tengo que irme —anuncia Cristina con repentina asfixia.
—¿Ya? Me ha pasado volando. No te vayas preocupada por tu madre, que Rosa la vigila—dice su madre dejándose besar las mejillas.
Cristina asiente y se marcha, en silencioso combate con sus movimientos fatigantes, moviendo a cada paso toneladas. Desde la puerta la mira, de nuevo frente a la ventana.
—Adiós mamá.
Rosa se da la vuelta convencida de que se lo dice a Emilia y agita un pastelillo, toda ella sonrisa, esparciendo por el aire azúcar y migas.
Ojalá desgajarse, como la niña del sueño.
Ojalá desaparecer, como la madre que la abrazaba al salir del colegio.
Ojalá no ver de nuevo a esta mujer sonriente, idéntica a aquella.
Ojalá olvidar, olvidarla; no ser, no estar, no volver.
Ojalá no volver nunca.
—Señora, el cambio—dice la cajera, brusca, ante la ensimismada Cristina.
Guarda las monedas y se abraza al saco de comida para gatos, mientras reúne, uno a uno, sus pedazos esparcidos por las ruinas. Con paciencia, recompone el puzle grotesco de sí misma: hija descendiente de nadie, con dos madres y con ninguna. Sale a la calle y echa a andar, ligera. Respira hondo. El aire de nuevo abunda.
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