Un escalofrío recorrió su cuerpo al escuchar por los altavoces que el barco arribaba al puerto de Bs As. Acompañada por sus padres y su hermana, Mercedes desconocía las sorpresas que le deparaba el nuevo mundo y eso le generaba una especie de temor.

La familia, proveniente de Pavía, Italia, había zarpado del puerto de Génova y traía poco equipaje. No eran ricos pero tenían dinero ahorrado. Habían salido de su país natal escapando de la guerra y de la crisis económica europea en busca de prosperidad y tranquilidad. El padre de Mercedes, Guido Gianoli, era un hombre alto y bien parecido, educado y con oficio; su madre, Daria, una mujer corpulenta y de carácter fuerte. Emilia, su hermana menor, era una niña de 9 años flacucha y retraída. Mercedes, con 13 años ya era toda una mujercita. Sus cabellos rubios y sus expresivos ojos celestes llamaban la atención de hombres y mujeres.

Después de algunos años, ya instalados en la gran ciudad y gracias a los ahorros de don Guido y a su trabajo en los hornos de ladrillo de su propiedad, la familia no tardó en tener una posición acomodada y formar parte de la clase media argentina. Las niñas recibían la educación necesaria para las mujeres de la época. Mercedes, con sus diecisés años, tomaba lecciones de piano y bordado a máquina. Además, tejía hábilmente a dos agujas, hacía sombreros de paño y flores de tela. En tres años se había convertido en una bella y hacendosa jovencita. Emilia también asistía a clases de bordado y costura aunque era una niña callada que no se parecía en nada a su hermana quien llenaba de alegría su hogar.

La familia italiana vivía en una casona del Barrio de Flores. La vivienda era amplia, con ventanas y puertas que daban a un patio interior decorado con macetas que albergaban plantas de geranios y malvones de variados colores. Ese patio interno se conectaba con la calle a través de un largo zaguán.Allí pasaba sus días tranquilos y felices la familia Gianoli.

Una tardecita de otoño, cuando Mercedes salía de su clase de bordado y se dirigía a su casa sintió que se le aproximaba alguien. Comenzó a acelerar su marcha hasta que divisó una sombra. Fue entonces cuando comenzó a correr de manera desesperada. ¡¡¡La seguían!!!

Tiró su bolso de labores y siguió la alocada carrera hacia a su casa. Sólo una cuadra la separaba de la puerta del zaguán. ¿Por qué no estaba su madre esperándola como siempre en la vereda? pensaba, mientras su corazón latía apresurado y su respiración agitada le secaba la boca. ¡¡¡Dios!!!! ¡¡¡la persona ya estaba muy cerca!!!! Sentía su excitación detrás de ella ¿Qué iba a ocurrir si la atrapaba? Quería gritar y no podía. Don Pepe, el almacenero, había cerrado su negocio antes de hora. No había nadie en la calle. ¡Estaba perdida! ¡La alcanzarían!

De repente, el hombre cayó abruptamente a su lado preso de un golpe que le propinara en la cabeza un joven que la miraba afligido. Éste le tendió su mano y con un suave envión la puso de pie. La joven se acomodó su vestido rosa de satén y lo miró sorprendida, sin saber qué hacer.

Mientras el atacante permanecía inconsciente en el piso, el desconocido de buenos modales le tendió nuevamente su mano en señal de amistad y se presentó: – Mi nombre es Miguel y he venido a visitar a una familia amiga de mis padres. – Por casualidad, prosiguió el muchacho, – ¿es usted la señorita Mercedes? – Si – respondió ella desconcertada – ¿Cómo sabe mi nombre? El joven le explicó que venía de Colonia Alvear, un oasis situado al pie de la Cordillera de los Andes en la provincia de Mendoza, donde se habían establecido sus padres luego de compartir con la familia de Mercedes la larga travesía en barco que los trajo a Argentina en el año 1916.

Mientras Mercedes y Miguel se presentaban, el atacante, que yacía tirado en la vereda, se levantó rápidamente y huyó. Al mismo tiempo, la madre de Mercedes salía de su casa llamando a gritos a Miguel – Acá estamos, doña Daria – respondió él tranquilizándola. Luego, los tres ingresaron a la casa atravesando el largo y oscuro zaguán hasta llegar al hogareño patio familiar donde, por fin, Mercedes se sintió a salvo. Había pasado el susto más grande de su corta existencia del cual salió ilesa gracias a la intervención de Miguel. A partir de ese instante, y por muchos años, cada vez que recordaba aquel espantoso momento sentía correr por todo su cuerpo un escalofrío similar al que había experimentado al llegar a Buenos Aires algunos años atrás.

Después de tres años, Miguel y Mercedes contraían enlace en la Basílica San José de Flores. Pero ésa, ya es otra historia…

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