Era Viernes Santo. En la vieja casa natal, los hermanos estaban reunidos. Ya no eran los Viernes Santo de antes. Se escuchaba música, se comía carne, y algunos hasta hacían la porquería, como solían llamar las viejas a tener sexo.

Pero ellos, desde que habían hecho las paces, se reunían no solo para transitar la festividad religiosa. Acudían para recordar viejos tiempos, intentar acaparar un pedacito de la vida que habían compartido, luchar contra las ortigas que cubrían el patio.

La mayor de los hermanos, que era la más pachorrienta, había cocinado sopa paraguaya. El varón, ya iba por su tercer matrimonio, había hecho pescado a la parrilla. Los demás no aportaron significativamente al almuerzo, aunque contribuían con las bebidas y el postre.

Luego de comer, sacaron el juego de lotería desde el ropero. Jugaban con botones y sin plata. Jugaron hasta tarde, cuando la única de las cuñadas invitadas acercó una maletita rosa.

Fotos y más fotos. Toda la vida contenida en imágenes desteñidas pero resistentes al paso del tiempo. Se pusieron a recordar los cumpleaños, las tortas gigantes que se hacían. Los tiempos de la escuela, con sus delantales de tablas y moños. La época de los primeros amores, cigarros y pantalones con botamanga de elefante.

Unos peinados muy chistosos, unos autos estrafalarios, mucha juventud en los rostros y en las almas. Las risas primeras fueron dando lugar, tímidamente a las lágrimas que comenzaban a caer sobre los cartones de lotería olvidados. Había también una foto del papá, en el colectivo de la Línea 5. Lo evocaron manejando el colectivo con los pies, cenando sardinas con ensalada de tomate, lechuga, cebolla, y claro, la infaltable Coca Cola. Pensaban cómo se podía tomar aquella bebida en envase de vidrio de litro. Ahora no les alcanzaba con la de plástico de tres. Era el momento más emotivo. Unidos por la melancolía del recuerdo del viejo, de los paquetes de figuritas que repartía, las golosinas y los vasitos del yogurt.

También, ya más amargados, recordaron cómo los había jodido el viejo Lobato, el patrón de los colectivos. Nada de aportes, todo en negro. La madre no vio un mango de pensión tras la muerte del esposo. El dolor de recordar no solo la muerte, también la estafa moral y económica de aquel tipo ruin.

Para cortar con la melancolía alguien se acordó del lemon pie en la heladera. Entre ácido y dulce, como la vida, cerraron el día cantando ¡bingo!

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