De pie frente a esa puerta, inviolable desde que mi memoria la recordaba, me paralicé por unos minutos que parecieron horas, hasta que logré vencer el recelo y girar la perilla para cruzar el umbral de aquella habitación prohibida.
Mi mente la evocaba desde la primera casa, la de las escaleras estrechas que subían recto hasta un recibidor rodeado de puertas. El cuarto al que no se podía pasar, ni lo intentamos nunca; la puerta cerrada de un espacio sin aire y lleno de todo. Tan diferente a la otra en la que dormían ambas, esas dos mujeres solteras, hermanas de mi madre, y a la que tantas veces concurrimos.
En esa siempre abierta y “casi” en orden, dormíamos cuando nos quedábamos con ellas, nos leían cuentos de un libro de páginas viejas y amarillas, ya sueltas del cosido. Los tres pelos del diablo era mi favorito, aunque ahora mismo no podría atinar a contárselo a mis hijos. Bendita mala memoria. En ese cuarto estaba la muñeca gigante que daba miedo, y fue ahí donde una vez jugamos con la Ouija y salimos todos asustados.
Al lado estaba el baño con una tina en la que cada sábado una de ellas se sumergía, con el bocadillo a un lado y las ganas de perderse tapiando la puerta por horas.
Junto estaba el comedor. Lo recuerdo siempre lleno de curas, quizá por eso no atino a evocar el color del mantel, o el tapiz de las sillas; solo el de las sotanas marrones que llenaban el espacio. Y entre este cuarto y las escaleras, el pasillo con jaulas llenas de pájaros, y de sueños…
También estaban el cuarto de la tele y la sala. Fue ahí donde todos vieron la llegada del hombre a la luna. Yo era muy pequeña.
Los dos sillones con la mesita en medio y el teléfono de disco… en el que el doctor marcaba apurado cuando Drácula apareció de la nada y de una mordida en el cuello lo mató… fue una escena de la película que en esa casa filmaron todos los primos.
Y el ante comedor en el pasillo donde se preparaban las medias de seda, su bebida preferida, camino a una cocina con olor a mantequilla de torrejas; atún, pimiento y tomate del relleno de empanadas y de leche que hervía para hacer nata…
Luego mudaron todo a la casa frente a la iglesia. Todo. Curiosamente cada espacio se trasladó a la nueva: la habitación impenetrable y la accesible, de dos camas: una tan dura como piedra, capaz de romperte la espalda, y la otra tan blanda y caída que sentías que rozabas el suelo.
Tragué saliva, me dolía el recuerdo. Me duelen su vida y su muerte, y la evocación de aquél día…
Tras el giro, la puerta se abrió ante mí. Solo atiné a notar la dificultad para avanzar en esa habitación atrancada de tiempo, de historias, de oscuridad con las cortinas cerradas… En cambio el olfato lo percibió todo: los olores de la memoria y los del ambiente. Aromas que emanaban de ese espacio tan lleno de cosas y tan vacío de sus dueñas.
El olor a billetes en desuso; a chocolate rancio, que alguna no deleitó por miedo, vergüenza, arrepentimiento o añoranza; al aroma a revistas ya inertes, con palabras anticuadas e ideas marchitas; a bálsamo de cartas manoseadas, leídas y releídas una y otra vez; a vaho de ropa usada mil veces y a la que nunca se usó, a zapatos calzados y deformados y a la frustración de los que no se movieron nunca. Efluvios de perfumes echados a perder, de periódicos rancios con eventos ya acaecidos y anuncios de muerte. El hedor del polvo más fino, porque es de años de encierro y miedo. Muebles con fragancia de ansias viejas, anhelos olvidados y sueños perdidos… Emanaciones de nostalgia, estancamiento y pérdida.
Y me parecía que aquello me embalsamaba el cuerpo, me penetraba la piel, y yo lo exudaba con un sudor frío.
Sus sobrinas, ahí reunidas, con la tarea y el agradecimiento por todo el cariño recibido, íbamos del grito al sobresalto según abríamos cajas con reliquias, cabello, dientes, mortajas… Lo que aquellas mujeres guardaron pertenecía a sus padres, a la hermana fallecida a corta edad, o a alguno de los veinticinco sobrinos.
Debíamos desmantelar la casa, resguardar los secretos, y poco a poco lo quitamos todo.
Al final quedaron las cajas llenas de cartas y la posibilidad de saber lo no dicho. Nos miramos por un instante que se sintió largo. En la mirada se reflejaban las consideraciones entre transgredir la intimidad, y saber algo más de ellas, y no hacerlo por respeto. Pero la decisión fue unánime: acordamos quemarlas.
Mientras ardían y se convertían en cenizas, pensé que nunca guardaría tantas cosas, no dejaría mi vida asequible a nadie.
Tratamos de bromear, reímos a momentos.
No recuerdo haberme lavado las manos tan seguido como lo hice ese día. Temía que aquello se me instalara dentro.
Pero quedó guardado en mi memoria. Hoy sé que crecí en medio de todas las tonalidades de su vida, entre juegos y gritos, y con aquella habitación sellada.
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