Los tengo que reunir, no se debe escapar ninguno. Debo asegurarme que se alimenten. Después que hagan lo que tengan que hacer. Llorar es el aviso de los pequeños, miradas incisivas de los mayores. Mi trabajo principal es asegurar que renueven energías, me las ingenio para que sea placentero. El sabor los acompañara durante sus vidas. Si cambian o conocen otros, es lo de menos, se acordaran de los primeros, el afecto su principal ingrediente.

Somos responsables, junto al proveedor nos empeñamos en que crezcan bien, aunque sea ese porcentaje mayor de lo que damos.

Al recién nacido, le toca su pecho, de todas maneras. Sus siete hermanos ya pasaron, por esa experiencia. Ninguno lo soltaba, hasta cumplir dos años. Esa es la diferencia de edad que se llevan. Para el proveedor, cada uno debía llegar con su pan en la mano. «Dios proveerá» era su dicho. El pequeño detalle, consistía en que una vez encontrada su fuente de energía, de vida, no lo soltaban hasta que el otro apareciera. No era pan lo que se les ofrecía, sino un buen liquido que mis senos producían. Bien dotada había llegado a este mundillo humano. En el barrio, se habían pasado la voz. Si nacía un bebé y su mamá se le cortaba la alimentación, en muchos casos al mes, inmediatamente me buscaban. Suplía ese escaso rocío en su casa, y por lo menos los calmaba una vez al día.

Me preocupaban los mayores. El carácter de la primera indicaba una fortaleza que no compartía el que la seguía. Muy mandona, todo quiere que se haga como ella dice, se quejaba; pero no la acusaba, solo el seño fruncido lo delataba. Eran los primeros, el resto los miraban y se divertían muchas veces cuando peleaban, se gritaban. En ocasiones, sentados en la mesa a la hora del almuerzo, notaba una vez más, que su hermano se demoraba comiendo. Lo veía juntando el arroz, un poquito de frejoles, el tenedor o cuchara escarbaba el plato de comida, parecía que buscaba algo más. Hasta que lo encontraba: <<una lonjita de chancho>>. Recién en ese momento, con lo parecido a un mortero preparado, levantaba la porción directa y cuidadosamente hacia su boca. De acuerdo a sus gestos, se podía notar si le había gustado ó no. Su hermana ya percatada de esto, lo miraba de reojo, ella no se hacía paltas, rápidamente, apuraba su comida sin mucho miramiento, y siempre dirigiéndose a su progenitora le decía <<que rico mamá, que rico cocinas>>. Para luego enfocar a su hermano y murmurando: el demoròn, no le dice a mi madre nada sobre la comida, es el último que termina. Todos ya han acabado de comer incluyendo su postre y él recién disfrutando el ultimo bocado. No le interesaba el postre «no me apetece lo dulce decía». Cada uno tenía una tarea después del almuerzo, unos lavaban los utensilios y otros se encargaban de la limpieza.

Las tareas, estaban bien definidas en nuestra familia, el proveedor cumplía su función, me encargaba del resto: cocinar, ver la educación de los niños, su salud. Ellos debían crecer de acuerdo al ritmo familiar que se imponía. Todo bien. Pero como la vida no es lineal, la nuestra se convirtió en un zig zag. De un momento a otro, el proveedor, desapareció, se fue, razones posiblemente las encontró, se justificó. Ya no ocuparía la silla en la hora de almuerzo los fines de semana, con sus ocho hijos y conmigo, una ración menos que cocinar.

Su ausencia se hizo sentir, la parte de la que él se encargaba ya no se contaba. El duelo familiar comenzó hacerse lento, doloroso, con preguntas ¿porque se fue?, ¿que le hiciste?, todas las interrogantes se dirigían hacia mí, sin que sus miradas se fijaran directamente en la presunta culpable. Era buscar una respuesta en el vacío, en las paredes, en las ventanas para que salgan y regrese una respuesta, con la hidalguía de su voz aunque sea en un ventarrón, que haga crujir los vidrios. No, no llegó. Tenía que hacerme cargo, no podía seguir con el shock del abandono que estremecía. Era una porción menos de comida, un afecto menos que compartir. Ocho vidas a mi cargo. No podía fallar, renovar sus energías y las mías se convirtieron en el aspecto principal. Ya en el camino, se podrían defender y muy posiblemente extenderse.

Como se podrá entender, conseguir los recursos alimenticios requería mucho ingenio, no se podía desperdiciar nada. A cada uno le correspondía una porción mínima. Tuve que aprender rápidamente, las dietas que mejor alimentaban, los alimentos que mayores proteínas brindaban y las más baratas de conseguir. Para calmar el estomago, pan, pan, arroz y demás carbohidratos. Cada uno con su cada una. Como costumbre no perdida, en los almuerzos todos participaban. Inclusive el bebé, era amamantado mientras yo comía. Las miradas y los gestos eran otros. Los mayores no dejaban pasar cada movimiento de sus menores. Al menor atisbo de dejar restos de comida, las miradas inquisidoras perforaban al causante. No tanto para que se utilice como desperdicio, sino para observar si ya no lo quiere, ser el primero en coger los restos. Eran hermanos, eso se podía hacer. No eran una manada que al menor descuido del menor, aprovechaban lo que dejaba y no les importaba si se iba debilitando. No podía permitirlo, el orden era mi responsabilidad.

¿Con quién, era responsable?, con ellos, con la sociedad, con el Estado,con un Dios que los dejó sin un pan en el brazo. Come, come, les repetía a cada uno. No importaba lo que podía conseguir, pero lo conseguía, no hubo espacio y tiempo vacio. Estamos en la foto ¿como nos transformaremos en las siguientes imágenes? ¿La mayor dejará de mandonear? ¿El segundo seguirá demorándose juntando aunque sea dos ingredientes de su plato de comida? ¿Al bebé le tocará probar otros sabores con afecto?

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