Me llamo Rosario García y si viviera tendría 110 años y no quiero imaginarme como estaría. Mi historia es una historia terrible. Fui la peor madre del mundo, un ser abominable.
Nací en un pueblo de Extremadura, nunca llegué a aprender a leer y a escribir. Pero me manejaba bien con las cuentas en el mercado, tenía mis trucos. Me enamoré y me casé, con un hombre instruido, Filiberto, sabía leer y escribir y «hacer cuentas». Por su saber y don de gentes, trabajaba pluriempleado, estaba en el Ayuntamiento y en Correos.
¡Éramos tan felices! Recuerdo que el viaje de novios fue a la Cabeza de Partido, del cual pertenecía mi pueblo, y nos alojamos en un hostal. Todo era mágico.
De toda esa magia nacieron mis hijos. Cinco hijos. Y aquí empieza mis pesares.
Cada hijo que tenía era una alegría inmensa, cada uno de ellos era muy especial… sus rasgos, sus ojos.. Mis bebés… Pero a partir de una cierta edad, Dios les ponía límite. Las enfermedades eran terribles y no tenían compasión.
Mi felicidad se marchitó, esa felicidad se iba convirtiendo en rabia, en odio, en impotencia, en lágrimas, en rencor. Mi corazón se blindó ante las adversidades y mi mundo se transformó.
Pero me perdonaba, sí me perdonaba. Yo no tenía la culpa, Dios a quien le achacaba todos mis males se los había llevado y yo ¡qué podía hacer! ante esa decisión.
Nunca se me pasó por la imaginación que me aliviara tanto que la culpa la tuviera otro. Hasta ese momento sólo tenía dolor, pero no culpa.
Pero he empezado diciendo que soy un monstruo, la peor madre del mundo y así es. El día 7 de octubre de hace ahora 80 años, nació Josefito. Yo tenía 30 años, para aquella época tener esa edad, se consideraba mayor, y mi corazón endurecido y mi fortaleza inexpugnable hacían de mi una salvaje sentimental.
Cuando nació era un bebé con tres kilos y medio, tenía unos ojos dulces, vivarachos, sus manos pequeñitas con unas uñas transparentes, en ese momento pensé: otro hijo ¿querrá Dios llevárselo, también?
Los primeros meses de Josefito eran como los de cualquier otro niño, la diferencia es que me sonreía, me cogía los dedos y los apretaba, quería llamar mi atención. Querría tal vez, que le dijera: «Te quiero cariño». Pero tenía miedo que saliera por mi boca esas palabras y fueran suficiente para condenarle. No le quería perder.
Josefito se puso enfermo. Lo enrollé en una mantita, que antes había pertenecido a mis otros hijos, con miedo de lo que pudiera pasar, me encaminé al médico, Iba aterrada, pero mis ojos no derraban lágrimas, estaban secos y fríos.
Cuando me recibió el médico, me tranquilizó, no le pasaba nada importante… «cosas de niños: los dientes….»
Nada más enterarme de la poca importancia: Le arropé y lo llevé contra mi pecho… Había estado tan cerca de los miedos, de las ausencias, de las palabras de adiós, que de camino a casa esbocé una pequeña sonrisa. Le miré y le dije: «Te quiero».
Como un resorte y en ese mismo momento me caí. Mi hijo y yo acabamos en el suelo. En un suelo empedrado, esas piedras romas y no tan romas con la dureza del pedernal.
Me levanté, y gateando, le cogí con el amor que no pensaba que tenía y me dirigí a casa… Mi niño, no dejaba de llorar, y no volví al médico. Aparentemente no tenía nada y además en esta ocasión tuve que pagar dos pesetas, las mismas que necesitaba para comer ese día, pero Josefito era importante… el más importante.
Al cabo de dos meses, mi niño empezó a tener una protuberancia en la espalda, pero no le di importancia ¡MALDITA SEA MI IGNORANCIA!
Tenía que haber caso a los lloros de mi hijo, tenía que haberme gastado dos pesetas más y haber vuelto al médico… Tenía que haber corrido, volado, pero no lo hice.
Cuando mi niño cumplió un añito, aquella lentejita que tenía en la espalda había aumentado, ahora era un garbanzo. Mi hijo dejó de quejarse un día y yo respiré, estaba harta de oírle, de sus quejas, de las noches en vela. No di valor a esos ojos tristes que tenía, a esa mirada que me pedía socorro. No supe ver nada. La marcha de mis hijos me habían dejado ciega.
Por fin me doy cuenta que me hijo necesita mi ayuda, necesita una madre sensible, entera, amorosa ¡Que monstruo fui que no lo vi!
Mi niño tenía rota la espina dorsal. Se la fracturó cuando me caí.
Y ahora qué pasa, qué hago… Nada, ya era tarde. Mi hijo no tenía solución. La vida de mi niño, no sólo iba a ser triste, muy triste, sino que además iba a ser corta.
¿Qué clase de madre no intenta aliviar el sufrimiento de sus hijos? ¿Qué clase de madre se harta de los lloros? ¿Qué categoría de madre no se gasta, lo que no tiene para aliviar el sufrimiento de su bebé? Yo era esa: una abominación.
Josefito, crecía con un abultamiento en la espalda. Un abultamiento que terminaría incapacitándole para andar, para correr, para vivir…. ¡Que terminaría matándolo!
Yo sé que sabía porque lo tenía, yo sé que él era consciente que sus días acabarían pronto. Pero me seguía queriendo, me daba besos que nunca olvidaré, me abrazaba como si mañana no tuviera ocasión de hacerlo.
El tiempo pasaba y ya no podía andar, se quedó postrado en una cama. Para que viera a los demás pasar se la puse junto a la ventana… Por allí pasaban los vecinos y unos le miraban como una atracción de feria, otros con lástima, y lo peor, otros no le miraban.
Josefito un día se fue, tenía 8 años. Abrazados los dos y con la misma sonrisa que tenía al nacer.
Cuando marché, donde estoy en estos momentos, me perdoné. Ahora necesito que vosotros me perdonéis. Sé que lo haréis.
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