Yo no tuve la culpa.

Yo no tuve la culpa.

Marina Nieto

03/11/2018

Me llamo Mario, aunque nací como María el 12 de noviembre de 1937, en la desgraciada ciudad de Zaragoza, de madre comunista, tengo entendido, y sé algo de mi padre, pero no era mi padre.

Esta es mi historia.

Tres meses antes de yo venir al mundo, Zaragoza fue punto de encuentro entre republicanos y nacionalistas, estos últimos consiguieron la victoria y tomaron la ciudad. Descubrí, aún no sé ni cómo, pero con gran ayuda y muchísimos años de vida, que mi madre sirvió en los servicios sanitarios de las Brigadas Internacionales, y esto por aquí no gustaba demasiado.

Pero empezaré desde el principio, a mí me encontraron entre escombros, embutido en varias mantas, y me pusieron de nombre María. Cuando terminó la Guerra Civil, me metieron en una casa de acogida, donde pasé el infierno de mi infancia y adolescencia, pues esta casa, que no hogar, venía de la organización Auxilio Social, y se daba un cierto parecido a lo que se llamaba “Beneficencia” y de apellido “franquista”.

Conocí a más niñas con mis mismas características: delgadas, atemorizadas y tristes. Podría decir que a alguna sí que considere mi hermana, porque me cuidaba y me tranquilizaba por las noches. A veces soñábamos que alguien nos sacaba de allí, comíamos tarta de chocolate y corríamos por un campo bien hidratado. En cambio, otras veces, los gritos de los mandamases ya se encargaban de hacernos volver a la realidad.

Me crie en una educación religiosa y conservadora, lo que en muchos momentos me hacía sentirme loco, porque todo lo que me inculcaban no se correspondía con lo que yo sentía desde bien adentro. A los catorce años tenía entendido que cuando fuese mayor de edad, podría salir de allí. Y con estos catorce años me vino la regla por primera vez, me creció el pecho, pero poco, y menos mal, porque no me gustaba nada, se me afinó la voz, y quien me impartía filosofía me hacía quedarme al final de las clases y levantarme la falda. Por las noches me miraba en un pequeño espejo, odiaba mi cuerpo y, por las mañanas, me fijaba en los niños que se encargaban de arreglar el jardín y limpiar los barrotes de la puerta de hierro que daba entrada a mi casa de acogida. En verano, alguno se lucía sin camiseta por el sofocante calor, y más que desearlos a ellos, deseaba ser ellos, así, sin pecho, con más pelo, con voz más ronca, con pene.

Tuve dos intentos de suicidio por no soportar nada de mí ni de mi vida, ya no podía más. Hasta que un día, yo tenía diecisiete años, vino una mujer mayor y ciega preguntando por una tal María, con rasgos parecidos a los míos:

– ¡Abuela, por fin me has encontrado! – grité con las lágrimas en los ojos. Ni yo me creía que ella era la oportunidad que Dios me había dado para salir de ese antro, y tenía que aprovecharla. En ocasiones he pensado que este mismo Dios me castigó por servirme de esta mujer, haciéndome sentir un chico atrapado en un cuerpo de chica.

Los siguientes años fueron paz y gloria, pero a escondidas y sin hacer mucho ruido. Con el tiempo comprendí que yo también tenía derecho a una familia, y que mi familia era esta maravillosa mujer. Se llamaba María del Carmen, tenía los ojos grises, como su pelo, y un pulso con el que mejor no intentar robar panderetas. Me contaba toda su vida una y otra vez hasta creer ser parte de ella, aunque siempre había algo nuevo que no mencionaba en la vez anterior, como la existencia de un hijo, muerto en combate precisamente en la batalla del Ebro un año después de yo venir al mundo, por lo que se me encajaba a la perfección en la historia de su familia, y así fue como a Juan José lo bauticé como padre. Me dijo que anduvo buscando años y años sin descanso a su preciosa nieta, de la que tenía fotos cuando era nada más que una cría, pero no podía usarlas para encontrarla:

– Mis ojos opacos no me dejan ver más allá de mi recuerdo – susurraba melancólica.

Con la guerra lo perdió todo, menos la esperanza de encontrarse con los suyos, y aparecí yo. Cada vez más mayor ella y más mayor yo, tomaba mis propias decisiones sin que mi abuela me juzgase. Me corté el pelo como un chico, vestía ropa de chico, ensayaba voz de chico y me cambié el nombre falsificando la cédula, no quise arriesgarme demasiado, por eso María pasó a ser Mario. Y el simple cambio de una letra, me hizo sentirme más yo.

Cuando cumplí veinticinco años, mi abuela volvió a dejarme solo, pero antes de enfermar me consiguió trabajo en las minas del pueblo de al lado. He visto pasar toda mi vida manchada de dictadura con las manos y los ojos llenos de carbón, ocultando mis pechos a base de vendas que me oprimían, y ayudándome de este mineral para tapar las facciones femeninas de mi cara.

No he tenido una familia estructurada y no sé cómo sonaban las voces de mis padres, pero he tenido a mi abuela, que me dio todo el apoyo y cariño necesario lleno de inocencia. Ella me hizo compañía, yo se la di a ella hasta su último suspiro, y creo que eso une más que un vínculo de sangre.

[Foto de María, hija de Juan José y nieta de María del Carmen]

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS