Desde la cocina salían olores de los condimentos para arreglar el marrano utilizados por la abuela. Estos olores atraían a todos los niños de la casa, que se acercaban dónde estaba la olla para jugar a adivinar cada aroma. Al mismo tiempo, en otra esquina, se desprendían olores dulces como el de la natilla de maíz pilado batiéndose con mucha fuerza, en una enorme paila de cobre.
Los preparativos comenzaban en la madrugada con el sonar de las campanas, donde la tía María, quien le ayudaba a la abuela, se levantaba con prisa y se dirigía al patio de la casa a recoger el maíz para luego quitarle el afrecho, desgranarlo y finalmente pilarlo. Tenía que estar listo a las 6 de la mañana, para que las otras tías con sus hijos, que llegaban temprano, comenzarán a preparar la natilla y las demás recetas consensuadas con anterioridad. Al final de la tarde, el resto de la familia que provenía de otros lugares se acercaba a la casa grande, que quedaba en todo el marco de la plaza del pueblo para dar comienzo a la celebración de la navidad.
Antes de la media noche, se organizaba la mesa en el jardín debajo de aquel árbol de acacias, que desplegaba sus ramas hasta casi tocar el techo de la casa. Se extendía el mantel blanco, bordado por la abuela en las esquinas con flores rojas. Poquito a poco se iba colocando las diferentes recetas, con cierto arte y gracia. Luego todos se sentaban alrededor de la mesa, y después de rezar la novena y cantar los villancicos, comenzaba el sonar de los platos, y los cubiertos. La gritería de los comensales, ¡pásame la ensalada!, ¡yo quiero carne!, ¡por favor el arroz!. Pero cuando los preparativos estaban dispuestos en cada plato, se escuchaba un silencio total, cada uno iba saboreando esas exquisiteces que solo se realizaba una vez al año.
Terminada la cena, comenzaban a sonar las campanas de la media noche y en medio de su agudo sonido, se daban los abrazos y los besos entre todos los invitados. El tío mayor hacía un discurso deseándole a la familia mucha unión y prosperidad. Seguidamente se elevaban los globos y sonaba la pólvora. Al final de estos rituales llegaba la música con aquel primo díscolo aventurero, que se sentaba al piano, ubicado en una esquina de la sala. Este primo comenzaba a acariciar las teclas, de donde salían sonoras y divertidas notas. Su hijo menor, que había heredado en sus manos la habilidad para la música, las deslizaba sobre el tambor creándose un ritmo y una armonía que invitaba a los asistentes al baile cadencioso de cumbia y demás. La música, duraba hasta la aparición de los primeros rayitos de sol. En ese momento, los niños volvían aparecer, buscando sus regalos de navidad, que disfrutaban en el jardín de aquella casa grande, mientras la tía María, les preparaban el desayuno. Esta fiesta se repitió año tras año, hasta la muerte de la abuela. Con la llegada de la modernidad, y el desplazamiento a las otras ciudades, incluso a otros países, el ritual terminó limitándose a los pequeños núcleos familiares que se fueron conformando. Hoy en día todo se ha reducido a un mensaje por internet de “feliz navidad y próspero año nuevo”.
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