Uno no muere cuando le llega la hora

Haruki Murakami

Fernando sumerge la cabeza en la bañera. El pequeño alógeno del techo se difumina en el agua turbia en una absurda danza de reflejos. En cuestión de segundos la temperatura se desploma, no tanto por la gran masa de aire que inunda la superficie, sino por la imagen de ese cadáver suspendido en la ingravidez del océano. «La muerte es un estado de inconsciencia total». Pero eso aún no es siquiera una sospecha. A esa edad, apenas doce años, la brújula y el reloj son sólo dos instrumentos inertes. Un equipo de buzos y bomberos lleva toda la mañana buscándolo pero Fer es un nadador de élite y conoce el arrecife como los peces.

Afuera, la costa es el escenario improvisado de un siniestro concierto. Todo el pueblo quiere ver quién es pero un tupido cordón policial lo impide. A él le han reservado un puesto VIP muy cerca del ahogado en un irracional gesto de agradecimiento. Puede ver como el forense le golpea por cada una de las articulaciones para romper el rigor mortis y casi oler las alubias que brotan de su boca. –Síncope por hidrocución –dicta a un ayudante mientras coloca, ahora con sumo cuidado, los brazos al lado del cuerpo. –¿Embolia? –Así es, muchacho. ¿Cómo sabes tú de esto? –Tampoco es tan difícil. Si vives al lado del mar es lo primero que debes aprender. Simplemente no te puedes meter en el agua antes de terminar la digestión. –Pues parece que éste no lo sabía –dice el forense. –Este chico no es de aquí. Ni siquiera lleva trusa. –Es cierto –asiente el perito– a quién se le ocurre meterse en el mar vestido y con botas. La interrogante deja abierta alguna posibilidad más: que alguien lo empujara, por ejemplo. Pero Fer sabe que es mera imprudencia. No es la primera vez. Incluso en otra ocasión encontró a un borracho que se había ahogado en un pequeño charco en el arrecife de apenas una palma de agua. Lo justo para taponarle la nariz al irse de bruces y perder el conocimiento. La vida en el mar depende de un delicado equilibrio. Irresponsabilidad es muerte. Prisa es sinónimo de peligro y adaptación la clave de la supervivencia, pero nadie mejor que él sabe que a veces no es posible. El alma no es como la temperatura o la presión. Tiene sus propias reglas.

¿Quién sabe cuándo empezó su huida? ¿Cuántos kilómetros nadó desde entonces? ¿Cuánto hizo por ahogar sus impulsos? Pero ahí está lo inevitable; eso que algunos llaman “destino”. Le han detenido muchas veces por escándalo público. La primera vez… un beso con lengua en un parque oscuro y apartado que habría pasado inadvertido sino fuera porque el inoportuno vigilante reconoció a Berto, por entonces bailarín estrella del Salón Rojo del Capri entonces. Después, una amonestación simple por jugar al travestismo con René y dos chicas. Encima se les ocurrió salir a la calle pero sólo de él tomaron nota. La segunda grave lo pillaron in fraganti en plena felación. No sirvió de nada que fuera en la intimidad de la habitación de un hotel porque olvidaron colgar el cartel de “NO MOLESTAR” en la puerta y la camarera entró sin llamar. La tercera un “baile de perchero”, una “orgía”, en un simulacro de boda homosexual, en una casa en la playa. Esa vez la policía detuvo el autobús con todos los detenidos dentro para que todo el que quisiera pudiera insultarlos. ¿Un escarmiento? Ni el maquillaje, ni las pelucas, ni la dura depilación les dejó brillar esa noche. El acoso es una violación a cámara lenta. La lista se hizo tan larga, que terminó por reconocerlo públicamente en una asamblea universitaria y le costó la expulsión a pesar de su brillante expediente y prometedor futuro. El tiempo paró para Fer. Sin futuro y sin presente sólo le quedó un pasado demasiado pesado para llevarlo a cuestas.

El agua de la bañera está tibia. Se ha pintado los labios con carmín encendido y depilado las cejas sin ningún cuidado. El vestido de novia de su madre no resiste la presión de tanta musculatura y estalla por muchas partes. Lleva un corsé bordado en flores con pliegues muy finos en el talle y en el busto que no ha podido lucir. El escote es palabra de honor. La falda también lleva este tipo de bordado y cae en línea “A”. Como complemento lleva un lindo bolerito corto con bordes de tul y cuello redondeando, las manguitas son largas con el mismo vuelo en las muñecas que sangran buscando el equilibrio de los flujos. Los reflejos no son más que sombras extintas, una suave transición entre luz y oscuridad, vida y muerte. El reloj marca las tres.

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