Ha llegado el invierno y mamá ha puesto el calefactor al mínimo para mantener la cocina calentita. En la tele las noticias religiosas, por las dudas, a los chicos se les olvide rezar cuando estén en casa. Falta media hora para el almuerzo y se puede sentir el olor a guiso saliendo de la olla Essen, color marrón. Adelina está allí revolviendo vestida con su batón verde. Él, Jorge, la ha llamado nueve veces ya para confirmar el menú. Los niños (porque siguen siéndolo para mí) salieron los tres tempranito, rozagantes, con guardapolvo blanco. Como todos los días recibieron de desayuno un café con leche de campo y bizcochos untados con manteca.

Yo sigo aquí, siempre. Intento no animarme para no perder el control y para conservar mi felicidad. Desde lejos puedo ver que ellos se aman, pese a todo, pese a los gritos, pese a lo agresivo que resulten las circunstancias, algunas veces. Siento que me han convertido en una materia capaz de captar una imagen exacta de los hechos sin ninguna tergiversación. Mamá se ha encargado de conservarme igual con el paso de los años, exactamemte igual que en retratos antiguos, impoluta e impecable.

Mati, Julia y Atina llegaron finalmente. Atina es, sin dudas, mi preferida. Es la más pequeña, la más sensible, pero sé que esconde un monstruito en su interior. Es un volcán que, en breve, osará destruir la rutina hogareña con fuerza explosiva.

Se quitan el guardapolvo, dejan las mochilas, se lavan bien las manos y se sientan a almorzar. Jorge llegó unos segundos antes, cansado y con poco humor pues el trabajo no le ha dado buenos réditos este año. Después de servirse vino con soda, da su aprobación al menú y come con ansiedad el sabroso plato. En cuanto a los otros, me llama la atención el muchachito, Mati. A él no le va ni le viene, como se dice popularmente, ningún asunto. Pareciera que esa mesa le es ajena y que no le interesase nada de nadie. Pero Julia es otro asunto. Está siempre pendiente de ella, está tan adolescente, tan cambiada y grande que hasta me emociona no haber podido crecer a su lado. Recuerdo la tristeza de sus ojos el día que le dijeron que había partido. Creo que nunca más recuperó esa luz. Aunque, tal vez, esto es solo una idea mía o, quizás, un deseo de añoranza.

En fin, ahí están todos. Sin mí. Yo acá mirándolos desde lejos. De pronto, algo me salpica de tinte rojo. Y ellos se enojan, gritan y discuten. Mientras yo me emociono porque de alguna manera siento, de nuevo, las caricias de mamá, su aroma.

Es cuando, en verdad, reposo mirándoles. Me mantengo fuerte y erguida sin poder llorar como lo hacía , sin poder decirles que son un tesoro y que se aprovechen. Que el amor que se tienen los unirá más allá de la muerte… Así desde lejos, con el guiso encima reposo, erguida y fuerte transformada por Dios en esta pared.

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