Doblo mi ropa con mucho cuidado y las voy guardando en orden, en el ropero. Meticulosamente, manga por un lado, doblamos por la cintura.
–¿Así está bien mamá?.
–Sí mi amor, perfecto.
Ella me guía en mi camino, hasta el más mínimo detalle. Sabe que quizá no sirva para nada que sepa doblar una prenda, o quizá sí. Se puede tomar como una analogía de la vida misma.
–Alberto, hijito. Te falta poner la funda en la almohada..
–Ahh, sí. Perdón. Estaba distraído. Pensando.
–¿En qué piensas?.
–Extraño a papá.
Se hizo un silencio sepulcral. Sus ojos se abrieron muy grandes, para después entre cerrarlos.
La tibieza de ese momento, desapareció al instante. El sol que ingresaba por la ventana, desapareció.
–Está mejor donde está.
–Lo sé mamá.
–¡Le dije muchas veces que si manejaba a ésa velocidad, no iba a contar el cuento! ¡Destruyó toda una familia, por no escuchar!.
–¡Lo sé, mamá!– Grité. –¡Perdón!.
Si no hubiera estado presente, sin dudas rompería en llanto. Pero su orgullo siempre fue su estandarte en la vida.
–Mamá.
–Ya está, hijito. Ya está.
Sigo doblando mi ropa, pongo la funda en la almohada como ella me pidió, abro la ventana para que entre un poco de aire, para que remueva lo viciado de la habitación.
–Mami, ¿puedo salir afuera a jugar?.
–Sabes bien que no puedes, hasta que no te recuperes no puedes salir.
Bajo mi cabeza, miro al piso, una leve brisa acaricia mi rostro, miro hacia la ventana.
Se fue el sol. No me gusta cuando se va el sol.
–Alberto, amor, come tu cena que ya debes acostarte. Es tarde. Tienes que dormir.
–¿Te puedes quedar conmigo hasta que me duerma? Me da miedo la oscuridad.
–Claro que sí. Siempre voy a estar a tu lado.
Me acomodo en mi cama, cierro mis ojos. Siento la presencia de mi madre al lado mío. Me tapo bien, hace mucho frío. Ella me arropa. Comienza su arrullo, mientras me mece suavemente.
–Mami, no te vayas nunca de mi lado ¿sí?.
Noto su respiración lenta. Sentada en mi cama, suspira. La veo que me mira con sus bellos ojos grises. Menea la cabeza en un claro gesto de negación, esboza una sonrisa.
–No hay fuerza en el mundo capaz de separarme de tu lado, ¿estas de acuerdo?.
–Estoy de acuerdo– Contesto sonriente.
Ella se queda a mi lado, como prometió.
Me pongo de costado, mirando la pared. Me tapo bien, se puso muy frío.
–Mamá, ¿Mañana viene Elena?.
Sigo mirando la pared, sin escuchar respuesta alguna, solo un respingo producto del enfado de mi madre. Nunca le gustó Elena, dice que es un mal ejemplo para mí. Creo que se debe al ser sobre protectora, como toda madre.
–Me imagino que vendrá sí–. Su contestación es cortante.
Finalmente me duermo, consigo hacerlo, ya van varios días que mi sueño es entrecortado. Me despierto a mitad de la noche, nervioso, con pesadillas. Me siento en la cama, me froto los ojos. La imagen del accidente vuelve a mi mente. No estuve en él, pero de tantas veces escucharlo parece como si lo hubiera vivido. Me duele el brazo izquierdo. Me acuesto, vuelvo a dormir.
La mañana está tranquila, mamá debe estar haciendo mandados porque no ha aparecido. No se escucha.
Creo que es la primera vez que noto lo blanco de las paredes.
Se escucha el sonido de la puerta, pesada. Se abre lenta y paulatina.
Hablo de espaldas, estoy mirando el sol.
–Mamá, hace rato me levanté…
–Alberto.
Mi corazón da un vuelco, sonrío de felicidad al escuchar esa voz, me doy media vuelta y corro a abrazarla.
–¡Elena, viniste a verme! Yo le dije a Mamá que ibas a venir!.
–¡Alberto, mi amor, por favor, no sigas!.
Un señor nos mira desde la puerta, debe ser amigo de Elena. No lo conozco. Quizá sea el padre.
–¡Mamá! ¡Vino Elena!– Grito con fuerza. –Quiero que se quede un rato conmigo, ¿se puede?.
No obtengo respuesta alguna.
El rostro de Elena describe cansancio, fatiga, nerviosismo. Tiene bolsas debajo de los ojos, pequeñas manchitas en las mejillas. Su pelo cae hasta sus hombros, alborotado, revuelto, pareciera que hace mucho tiempo que no lo peina.
Intenta hablarme, decirme algo, respira entrecortado. Se toma el pecho, me mira fijo, el brillo de sus ojos denota lágrimas.
–¿Mami, qué le pasa a Elena?.
Un llanto ahogado sale directo de su corazón. Un pedido desgarrado.
–¡Alberto! ¡Tienes que reaccionar por favor!– Me grita desesperada, llorando, me agarra de mi… ¿camisa blanca?. Me mira directo a los ojos.
–Elena, ¿estás bien?.
Con sus manos todavía en mi pecho, me mira directo a los ojos. La veo muy baja, me acordaba de ella más alta.
Me mira, con una mano seca sus lágrimas, y habla.
–¡Alberto! Tu madre murió en el accidente!.
La miro fijo. Sin comprender por qué me dice eso.
–Casi me matas a mi también! Los niños se salvaron porque no fueron con nosotros. ¡Alberto, mi amor, por favor, vuelve conmigo!.
Sus palabras golpean en mi pecho, en mi mente. Sus manos en mi camisa empiezan a ceder, ella va cayendo de a poco, tendida en mis pies llora, desconsoladamente. El señor que estaba en la puerta, con bata blanca, la ayuda a levantarse.
No entiendo nada de lo que esta pasando. Quedo absorto ante ésa situación que me plantea Elena.
¿Mi madre muerta?
¿Niños? ¿Qué niños?
Grito hacia la ventana. Hacia el sol.
–Mamá, Elena está diciendo cosas feas, no entiendo nada.
Se empieza a nublar.
Elena se va con el señor de bata blanca, el cual me mira antes de salir. Simultáneamente, irrumpen en la habitación dos hombres, también de blanco, con un chaleco.
–¡Mamá, tengo miedo! ¡Mamá, hace frío!.
Un manto negro cubre la habitación. Me abraza un sentimiento de soledad.
–Mamá, ayúdame por favor!. Mami, mamá… – Mi rostro se cubre de lágrimas.
Silencio.
–¿Mamá?.
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