Fueron los veranos más felices, los de antes de La Bomba. Mi hermana y yo corríamos entusiasmadas de una ola a otra ultimando los detalles de nuestra próxima obra de teatro y mi madre, erguida y replegada sobre la toalla, se deshacía en confidencias que la tía Ana trataba de capturar a golpe de acuarela. Si vuelvo a esas dos mujeres ahora, desde la distancia que sólo dan los años, me parece que contuvieron en aquellos meses de regocijo tenue, de intimidad velada los instantes más preciados de siglos de nuestra historia secreta.

Estábamos de vacaciones hasta que, un par de días antes de que empezase el colegio, volábamos de vuelta a Madrid y, en el taxi que nuestro padre mandaba cada año a recogernos al aeropuerto, mamá llamaba a la tía para prometerle que la visitaríamos un fin de semana y le llevaríamos el catálogo de la última exposición del Reina Sofía. Pero eso sucedía a mediados de septiembre y antes, todavía granizaba y se salpicaban de sal las ventanas del bar Ba Azul, siempre con la música demasiado alta para oír las conversaciones de las mayores.

Aquellas tardes en las que parecía que el calor iba a durar para siempre, nos daban un par de monedas de cien pesetas con las que mi hermana y yo comprábamos helado y otras chucherías para entretenernos mientras ellas se nos adelantaban en el camino al apartamento. Antes de que se hiciese oscuro, regresábamos con la sonrisa manchada de azúcar y el estómago sólo medio lleno para cenar las cuatro juntas pan con tomate. Si ayudábamos a recoger, Ana nos dejaba jugar con sus pinceles, mientras ella se desternillaba con mamá en el sofá al ritmo de una comedia romántica.

Una semana de esas, en un inusual alarde de previsión, mi hermana y yo decidimos ahorrar todo el dinero, aunque tuviésemos que morir de una hipoglucemia, y comprarnos unas gafas de bucear. Nunca jamás olvidaré el tintineo en mis bolsillos, aquel sentimiento de estar a punto de poseerlo todo que me inundó de camino a esa extraña tienda donde se amontonaban sartenes, cubos de arena y otros artículos de playa.

Solíamos hacer turnos para meternos al agua. Los hicimos lo que quedaba de las vacaciones en que las compramos y el estío siguiente. A veces, Elena se demoraba tanto mirando los peces, que tenía quehacerle aguadillas hasta que me devolvía las gafas. Estábamos fascinadas. Eso era obvio, pero sus largas incursiones submarinas reflejaban un tesón que no le conocía antes y que ya no se dejaba impresionar por los guiones que yo escribía y que la ocupaba hasta la noche, cuando frente a una taza, pintaba con los colores de Ana, sobre un fondo oliva, formas aleatorias.

–¿Qué dibujas, pochola?– le preguntó mamá.

–Pezas, pinto pezas– contestó con determinación.

–Querrás decir peces, mi amor.

–No, son pezas. Es verano y el verano es para las mujeres.

Mi madre la abrazó y le susurró que sí, que tenía razón. Ana empezó a recoger lentamente sus bártulos. Se le cargó de niebla la mirada; sabía que volvería el frío. Pero, la tía nos perdonó otra vez y olvidó, como ignoraba cada mes de julio ojeando el catálogo demorado que otro invierno no habíamos ido a verla.

Tuvimos más veranos. Nos olvidamos de los peces, cazamos mariposas, fantaseamos con construir una casa en un árbol y un día volvimos a encontrar las gafas y, como si no hubiese pasado el tiempo, Elena volvió a meter la cabeza debajo del mar y yo a escribir obras de teatro. Pero todo eso fue antes de que sonase La Bomba, que aterrizó el mismo año en que empecé a desconfiar de las respuestas de los adultos y a mirar a mi hermana con el fastidio que se mira a los zapatos incómodos. Odiaba la melodía: la había escuchado la primera vez con mis amigas y, desde que nos montamos en el avión con mi madre, pasó a representar todo lo que había dejado en la capital para irnos a aquel falso pueblo de pescadores. Odiaba la canción, odiaba el verano y las odiaba a todas ellas por no explicarme qué me estaba pasando.

Por no ir a la playa con Elena, pasaba las horas en la piscina del apartamento. Había decidido que lo menos que podía hacer mientras durase la canícula era perder un par de kilos, así que me distraía aleteando, como si los largos pudiesen matar algo más que el tiempo.

Una tarde vi de lejos aparcar a mi padre. Me extrañó y pensé en salir a saludarle, sin embargo, no me lo permití porque él era el tirano más tibio de todos. No tuve que mirarle, oí la llave chocar varias veces contra la cerradura: estaba nervioso. Lo imaginé aporreando la puerta del ascensor, incapaz de esperar tranquilamente a que llegase. Arriba, los gritos fueron breves, no como las lágrimas, y la tía Ana bajó, anudándose el pareo, derramando el agua sucia de sus acuarelas y convertida en la amante de mamá.

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