Mi padre era un hombre muy temperamental que tenía creencias religiosas fuertemente arraigadas y que, desgraciadamente, tuvo que emigrar a Alemania en los años 60. Esta frase anterior lo define casi al completo, sin embargo, era más que todo eso.
Y fue más que todo eso para sus ocho hijos. Ocho hijos, entre los que me encuentro, que le admirábamos como a un superhéroe, cuando éramos pequeños, porque era capaz de convertir la vida diaria en un fascinante viaje fantástico. Nos hacía traspasar las fronteras de la realidad, contándonos en las noches oscuras alrededor de la mesa, sus viejas historias terroríficas vividas en ese lejano y frío país europeo.
De entre todas las historias que nos contaba, la que más me impactó emocionalmente, fue la historia de El Abrigo.
Todo aconteció en Düsseldorf, una bella ciudad, sin duda. Pero en aquella época, tras la Segunda Guerra Mundial, para los españoles era simplemente un lugar donde encontrar lo que su patria no les ofrecía: trabajo. Allí nació mi hermano mayor, Marcos.
Mi padre tenía malos recuerdos de su paso por aquel país, recuerdos que más bien parecían sacados de un cuento de terror que de una experiencia real.
Cuando viajó a Alemania mantuvo su fe cristiana protestante evangelista. Allí, en Düsseldorf, comenzó a frecuentar una iglesia que le brindó un lugar donde recibir la palabra de Dios de mano de sus hermanos de fe.
Entre ellos había algunos españoles con los que hizo alguna amistad. Entre los alemanes, había un médico. Un médico con el que comenzó a tratar cada vez con mayor interés y simpatía conforme su dominio del alemán fue creciendo.
Sin embargo, al mismo tiempo que crecía su apego por ese hombre amable y compasivo con los extranjeros, comenzó a sentirse indispuesto en cada una de las ceremonias y sermones que el pastor pronunciaba.
Pero no solamente mi padre se sentía enfermar, todos o casi todos los asistentes al culto, entraban en un estado de sopor o adormecimiento antinatural de forma que no recordaban lo que sucedía durante las sesiones.
Mi padre nos contaba, con los ojos muy abiertos, que los amigos comenzaron a sospechar que algo malo ocurría durante aquellas misas. Pero nunca conseguían mantenerse despiertos. Y pensaron que el sopor que los adormecía provenía de un incensario que se encendía durante el acto religioso.
El médico alemán, amigo de mi padre, le quiso quitar la idea de la cabeza y le dijo que seguramente todos los españoles se dormían debido a que acudían a la iglesia tras la jornada laboral. ¡Estarían cansados!
Pero muchos de estos españoles dejaron de acudir a aquellas celebraciones extrañas, misteriosas y que cada vez parecían más siniestras. Mi padre entre ellos.
Cuando le dijo a su amigo alemán que no asistiría más, este se enojó y les llamó burlonamente «supersticiosos». Sin embargo, aquel día sucedió algo más. El doctor le entregó como regalo un gran abrigo negro a mi padre. Un abrigo de pieles con el que ese hombre siempre se ataviaba en el helado invierno de Düsseldorf.
Mi padre, sorprendido por el regalo, no supo decirle que no. Y, penosamente, se lo llevó puesto a los barracones donde, malamente instalados a las afueras del pueblo, estaban viviendo todos los inmigrantes españoles, portugueses e italianos.
Mi padre contaba, mostrando una gran turbación mental al recordar los hechos, cómo ya desde la primera noche, el abrigo, se le hizo demasiado pesado. Pesaba tanto que le hacía sudar; sudaba tanto que se lo quería quitar; se lo quitaba pero lo tenía que arrastrar pesadamente por la nieve y no conseguía llegar.
Los pasos, con el abrigo puesto, eran lentos y casi dolorosos. Su figura se encorvaba y sentía como si cargara con alguien a sus espaldas. Alguien pesado, un peso muerto sobre sus hombros. Llegó fatigado a los barracones.
En el lugar donde se alojaban, dormían 15 o 20 inmigrantes en una sola habitación tipo barracones, en literas. Se despertaban para ir trabajar al alba, con frío. Pero mi padre decidió deshacerse del abrigo porque comenzaba a sentir una fuerte repulsión hacia él, como si estuviera llevando a alguien morboso y vivo cada vez que se cubría con él.
A pesar de que alguien podría robárselo, desde el primer día, dejó colgado el abrigo afuera, en el gran pasillo del barracón que distribuía las habitaciones comunitarias. Pero esa noche, la segunda desde que aquel «amigo» se lo regalara, cuando todos estaban durmiendo, el compañero de litera de mi padre, al que todos llamaban Maruenda, comenzó a gritar el nombre de mi padre en estado de trance.
Sus ojos, en blanco, y su cuello rígido haciendo que su cara mirara hacia el techo; su piel sudorosa y sus músculos convulsionando; su postura, semisentado en la cama y su respiración agitada hicieron que del sobresalto despertaran todos los que allí dormían.
Gritaba el nombre de mi padre y sus lágrimas comenzaban a caer por las mejillas. Maruenda estaba en un estado de enajenación mental, en trance más bien, e intentaron durante unos segundos despertarlo. Pero de repente aquel pobre hombre giró su cuello de manera estereotipada hacia la puerta, y gritó:
<< ¡El abrigo, Helios, el abrigo, el abrigo está intentando entrar y asoma las pezuñas por debajo de la puerta!>>
Tras este espantoso grito calló desmayado en la cama. Mi padre se asustó tanto que no se atrevió a salir al pasillo. Consiguieron, ahora sí, despertar al pobre Maruenda. Sus lágrimas seguían brotando de sus ojos pero su rigidez había pasado. Su respiración era rápida y agitada, enloquecidas sus pulsaciones y su palidez, extrema. Pero no recordaba lo que había pasado.
Mi padre, a la mañana siguiente, cogió el abrigo, y se dio cuenta de que olía mal, muy mal, a muerto. Y, penosamente, junto a los demás españoles, lo dejó en la puerta de la iglesia de donde nunca debió salir.
Mi padre dejó Alemania, al año siguiente, casado y con un hijo, emigró a Bélgica donde nunca sufrió ningún hecho parecido.
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