Yolanda estaba desempolvando el pasado, para hacer sitio al futuro.
Encima de la mesa un título universitario esparcía ilusiones en el aire.
De la gaveta que limpiaba saltaron a sus manos unos cuantos folios grapados; centrado, un título:
Conocimientos previos de la Guerra Civil Española.
Doña Candela
Debajo, en rojo, con una caligrafía precisa y altiva, alguien había escrito:
«No puedo puntuar esto. Es pura literatura, pedí un trabajo de Historia.»
Yolanda sonrió y pasó el dedo índice sobre el título, como si acariciara el recuerdo.
Casi recordaba cada línea de aquella composición. Se había sentido muy orgullosa del resultado. Seguía sintiendo orgullo y ternura.
Se sirvió un vino, se acomodó en el sofá y recorrió su infancia y su adolescencia de la mano de las tres mujeres que marcaron su vida: su madre, su abuela y su bisabuela.
Doña Candela, alta, recia, dura, le hablaba del pasado empezando siempre con las mismas palabras: «cuando la guerra …». Su padre decía de ella que era una mujer de una pieza; su madre, que era una mujer un poco oscura pero con cierta dulzura en su voz pausada, y su abuela la definía como una mujer a la que las heridas hicieron fuerte. Vivía sola, entre huertas y plataneras; era la medianera y guardiana de unas tierras sin futuro.
Yolanda recopiló todos sus recuerdos, todos los recuerdos de los otros y dejó que se liberaran los fantasmas que habitaban la historia familiar. Entonces escribió aquel trabajo de un tirón y supo que su bisabuela era el conocimiento más profundo que ella podía tener de la guerra civil española. Descubrió a sus quince años, que su bisabuela era una superviviente de esa guerra, que combatió, perdió, sobrevivió, y, sobre todo, aguantó.
Era cierto que nunca la oyó reír, pero las tardes soleadas, en el patio de casa, le contó mil historias divertidas, le hizo collares de flores, le trenzó el pelo con cintas de raso, ordeñaba una cabra por darle el gusto de verla admirar aquel milagro blanco y luego hacerle tortitas de leche y miel, la cogía de la mano para llevarla a la venta de Manolo a comprar aceite, al gallinero a recoger los huevos, al huerto pequeño a recoger los tomates que ya estaban maduros… y las tardes se hacían cortas, deseando que no oscureciera y llegara su madre a buscarla y, sobre todo, sintiéndose la princesa adorada de su magrande, que a veces la llamaba Martita.
Su magrande era dulce, de una dulzura muy lejana al empalago. Su dulzura brotaba desde el fondo de una tristeza sosegada, de una mirada que escondía pena, rabia, soledad, dolor…
«Cuando la guerra» su marido era demasiado mayor para ir al frente, pero fue la primera víctima de la familia. Era el encargado de ir con la cartilla de racionamiento a buscar la comida. El frío de las madrugadas, cuando caminaba kilómetros para llegar temprano a recoger lo que le dieran, se le fue colando en los huesos. Murió en el cuarto grande. Tifus o tuberculosis, nunca le explicaron qué enfermedad tan contagiosa, infecciosa y letal caminaba de la mano de la miseria y el hambre en aquella casa, vieja y fría.
«Cuando la guerra» su hijo, Pablillo, era demasiado joven para ir al frente, pero no para morir. La misma enfermedad, la misma miseria, la misma casa grande, vieja y fría.
Ella mataba una gallina y preparaba un caldo que alargaba días y días, guisaba hojas de coles y aviaba un potaje, mimaba a la única cabra que no se habían llevado para tener leche para los enfermos… y cada día les daba de comer, ella siempre decía no tener ganas, asegurándose así de que sobrara algo para el día siguiente, luego se preparaba una taza de agua de alguna hierba, toronjil o hierbahuerto, y se lo iba a beber al borde de la tajea, con un manojo de nísperos tempranos del nisperero joven, que parecía negarse a madurar sus frutos. Lloraba poco, porque los débiles atraen las desgracias.
Enterrar a su marido y a su hijo le parecieron consecuencias duras, pero hasta cierto punto inherentes a la guerra. Pero perder a Martita … eso no, eso fue demasiado. Mantuvo su fuerza, su dureza, pero la sangre se le volvió espesa y empezó a ralentizar su existencia.
Su hija Marta, apenas una adolescente, perdió a su novio por miedo al contagio. Era normal, la suya era una casa marcada por la enfermedad, ella había aceptado el alejamiento de los pocos vecinos, con comprensión y naturalidad, pero Martita era demasiado joven. Demasiado joven para entender y demasiado joven para morir. Pero le tocó. La enfermedad se la llevó de una manera rápida, con el tiempo justo para que los otros fueran aceptando la evidencia. Quizás por eso, cuando llegó el momento, Doña Candela amortajó a su hija, desinfectó la habitación, se lavó, se vistió con la ropa adecuada y luego lloró a gritos, desgarrándose las entrañas al tiempo que hacía pública la noticia de la muerte de la muchacha entre los vecinos, que apenas la velaron por miedo al contagio.
Después del entierro, Doña Candela se enfrentó a su dios, que ya no era ni Dios ni suyo, con todo su dolor y toda su rabia, le aseguró que «hasta aquí te dejé llegar«.
Cuando acabó la guerra, sus hijos supervivientes y ella pasaron a ser parte de la historia, víctimas y testigos .
A Yolanda se le rompió un poco la niñez cuando murió Magrande. Se fueron hilvanando a sus recuerdos las historias de ella que contaban su abuela y su madre, historias trágicas de aquellos tiempos, cuando la guerra…
Sin duda alguna, todo ello conformaba sus conocimientos previos de la guerra civil española.
Ahora, con el pasado latiendo entre sus sienes, flotando en cada línea releída momentos y palabras que viajaron de la mano de tres generaciones, Yolanda fija la mirada en el apunte rojo al filo de la hoja. Sonríe.
Alza el vaso hacia las miradas y las sonrisas presentidas de las tres mujeres que la hicieron crecer:
«Va por ustedes, las tres, allá donde descansen».
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