El milagro de tío Crescencio

El milagro de tío Crescencio


Ciudad de México había amanecido con una espesa niebla y apenas si podíamos ver la pista del Benito Juárez. Eso retrasó nuestra salida; el vuelo hasta La Habana nos llevaría algo más de tres horas.

Mi hermana Amelia y yo volábamos por un trance imprevisto. Eso fue lo que le dije a ella; yo conocía de sobra el motivo.

Amelia era también el nombre de mi madre. De mi padre, Buenaventura, siempre tuve vagos recuerdos porque el tequila y la melancolía se lo llevaron cuando yo tenía cinco años.

Mi hermana, con un lyme agresivo, eligió pasillo y, sentado a su lado, su perfil me recordaba a nuestra madre.

Al notar el rugido de los motores, Amelia se aferró a los apoyabrazos del asiento, pegada al respaldo. Cuando el equilibrio quedó instalado en la cabina, se tranquilizó. Yo, también.

—Niceto, ¿qué crees que nos encontraremos en La Habana?

—Lo ignoro, Amelia. Desde la última vez que vimos al tío Crescencio, nada más sé de él —le mentí, y añadí—. También yo tengo curiosidad.


Mi madre nos había relatado muchas veces la historia del tío Crescencio. La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar semanas antes y en España escaseaba el trabajo pero no el hambre.

Aquella mañana del siete de octubre del cuarenta y cinco no fue una mañana cualquiera para mis padres.

Amanecía, y la cocina de la calle Prieta ya olía a café recién hecho. La radio sonaba en el salón y Buenaventura, con la puerta del aseo entreabierta, la escuchaba mientras se afeitaba.

De pronto, a medio rasurar, salió atropellado hacia Gómez Carrillo; la radio acababa de dar una noticia, que le alarmó sobremanera, y tenía que compartirla con mi madre cuanto antes.

No oyó cómo la abuela Ana, desde el hornillo, le llamaba. Cela, su caniche negro, ni se inmutó.

De Prieta a Gómez Carrillo. Ese era el trayecto que realizaba a diario Buenaventura para ir a buscar a mi madre, su novia por entonces.

De los cinco minutos que solía tardar, le sobraron tres. Al llegar estaba asfixiado, sin aire.

Cuando la tía Rosario, hermana pequeña de mi madre, abrió la puerta, se extrañó al verle. Extenuado, Buenaventura preguntó por Amelia, mi madre. Rosario le indicó que andaba ya en el taller, hasta donde acudía para recibir clases de corte y confección, al tiempo que trabajaba para algunas señoras de la alta sociedad que la dueña de la academia atendía allí mismo.

Buenaventura salió disparado y ni se despidió de la abuela Inés, que le había invitado a entrar. Cuando llegó, fatigado, pidió al portero del edificio que avisara a mi madre. Tardó unos minutos en regresar y, detrás de él, ella, confundida.

—¿Qué haces tú por aquí? Buenaventura —indagó inquieta.

—¡Un huracán arrasó Cuba! —informó agitado—. Se ha llevado por delante la provincia de Pinar del Río y tu hermano Crescencio trabaja en esa zona —continuó asfixiado, con el corazón acelerado—. La radio dice que pueblos y cultivos de tabaco quedaron devastados.

—¡Oh!¡Dios mío!

Se miraron conmovidos.

—Hay que llamarlo. Tenemos que saber cómo está —sugirió Buenaventura.

Los planes de Amelia y Buenaventura se venían abajo con esa noticia. Llevaban un año planeándolo. El sábado de esa semana, Buenaventura se despediría de la harinera. El domingo se casaría con mi madre en san Pedro y, tres días después, ambos subirían a bordo del Magallanes, en el puerto de Cádiz, para poner rumbo a La Habana; el tío Crescencio esperaría en el muelle.

Ese era su proyecto, y se caía a pedazos.

El tío Crescencio emigró a Cuba en el treinta y siete. En España le buscaban por participar en varios asaltos a cargamentos de armas destinados al frente enemigo, durante la guerra civil. Por fortuna, le fue bien en la isla y, dos años más tarde, trabajaba como encargado en una plantación de tabaco próxima a Sandino.

Tras el huracán, intentaron ponerse en contacto con él por distintos canales. No hubo suerte; mi abuela Inés se negó a aceptar su desaparición.

Mis padres se casaron y embarcaron en el Magallanes envueltos en la confusión y el desaliento. La despedida de Cádiz fue dolorosa.

Al llegar al puerto de La Habana, Crescencio y Vicenta, su mujer, seguían sin aparecer. Descorazonados, mis padres dieron con una línea de autobús que les condujo a Sandino; la comarca estaba totalmente asolada.

Durante meses gestionaron su búsqueda y, rendidos, no les quedó otra que aceptar su pérdida.

A finales de diciembre, el estado cubano les dio por muertos. En España, la noticia hundió a la familia, que quedó abatida. Navidad, y el luto caminaba de Prieta a Gómez Carrillo. Inés y Ana acudieron juntas al funeral en san Pedro; la tía Vicenta era huérfana.

Mis padres, con mucha incertidumbre y apenas sin descanso, se arriesgaron y embarcaron camino de Veracruz.

A la semana siguiente, llegaron a Ciudad de México. Allí, Buenaventura encontró trabajo en una destilería y mi madre comenzó a colaborar, desde casa, con un taller de costura.

Años después, cuando mi hermana tenía sólo dos años, mis padres recibieron una visita milagrosa; eran tío Crescencio y tía Vicenta, quienes consiguieron sobrevivir al huracán gracias a un holandés que les había socorrido y dado cobijo.


La Habana nos recibió con el sol de mediodía. Desde el José Martí hasta el parque Miramar nos llevó menos de media hora.

Todo fue muy rápido. A la salida del despacho de abogados, Amelia, dichosa, y yo, en silencio, fuimos caminando hacia el Don Cangrejo; ella no se lo acabada de creer.

Con noventa años, el tío Crescencio había fallecido hacía un mes y éramos sus legatarios.

Contra todo presagio, consiguió conservar y aumentar la pequeña fortuna transmitida por su holandés salvador; acabábamos de heredar una compañía de vuelos regionales, con una flota de cuatro aviones, y dos millones de pesos.

—Te mentí —le confesé a mi hermana, emocionada, al sentarnos a la mesa—. Quise que fuera una sorpresa para tí. Ahora puedes tratarte por fin tu lyme.

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