1918
A lo lejos, más allá del horizonte, más allá de las montañas y los mares, iluminada por la última luz del día, la veo, majestuosa, celestial. Empotrada en los adoquines centenarios, entre murallas de piedra, la bruma y el olor del puerto es venerada la Virgen de los Remedios. Cada año, la distinguida familia Pando se unía a las festividades con igual entusiasmo que el de los vecinos de Gijón.
Cascadas de sidra caen desde las bocas de botellas verdes sobre vasos pequeños, generando una ligera efervescencia, como si se tratara de una reacción química blasfema, ajena a la Palabra de Dios. Poco importaba aquello a los devotos feligreses de la costa cantábrica, mientras bebían con fervor aquella espuma de reciente nacimiento, para luego lanzar al Diablo el resto del brebaje. Lagos de sidra se forman en el suelo, a los pies de la Virgen, siempre sonriente, siempre doliente, siempre misericordiosa.
Cada año los Pando celebraban la vida.
Ya no.
La guerra había reducido a Europa a las cenizas, desestabilizando los cimientos de esplendorosas civilizaciones. El reino de España, empero, pervivía con dignidad. La neutralidad les había garantizado la vida, la cual celebraban los habitantes de Gijón con alegría.
Así y todo, los pocos presentes representaban un triste paisaje. Los rumores habían hecho mella en el pueblo, y con razón.
Los padres de Elisa discutían a menudo sobre qué hacer con ella y sus hermanos, qué hacer con los terrenos. Con la poca información que tenían, difícilmente podían tomar una decisión.
A sus veintiún años, la muchacha se sentía desolada, despreciada. Ningún varón la pretendía seriamente. Y en esos tiempos de penuria, prácticamente no había ningún hombre con quien casarse. En un intento de abstraerse de los temores y reproches de sus mayores, Elisa, en un acto de extrema rebeldía, decidió visitar sola el pueblo. ¿Sería aquella tarde el momento en que Dios la haría cruzarse con un caballero? Triste, se resignó a lo peor.
La danza de los gijoneses fue efímera. Ninguna alegría perdura en el tiempo si no hay quienes aviven el fuego. Nuevos rumores circulaban de oreja a oreja. Todos agarraban sus chaquetas y sombreros para rápidamente encontrar abrigo en sus casas. Elisa, aburrida, imitó al resto, apurando la espuma de la sidra que había pedido.
Ya era de noche cuando entró en la casa de los Pando. De puntillas cruzó el umbral, teniendo sumo cuidado de no emitir ningún ruido que la delatara.
—Elisa, ven por favor.
Su madre la había descubierto. La mujer, de semblante orgulloso, estaba de pie junto al berger de su padre, quien fumaba un puro. Por su olor, se trataba de uno de sus puros especiales.
—¿Sí, madre?— respondió Elisa al llamado.
—Querida, siéntate. Necesitamos hablar algo contigo.
Elisa temblaba, asimilando el castigo a recibir.
—Hija, ya debes saber que las cosas no andan bien en Asturias. No, en España y en gran parte del continente— dijo su padre.
—¿Se refiere a la guerra? No me diga que el rey declaró la guerra a…
—Por Dios no, Elisa. Nada de eso— repuso su madre.
—La gripe está causando estragos en todos lados, y nadie ha logrado detenerla— intervino su padre —. Es por eso que hemos decidido que tú y tus hermanos os vayáis del continente.
—¿Y ustedes?
—Nosotros nos quedaremos aquí un tiempo. Luego los alcanzaremos— replicó su madre, ignorando la insolencia de su hija.
—¿A dónde nos enviarán?— Elisa no se esperaba nada de esto.
—Viajaréis a Argentina.
1919
América era decepcionante. Por lo menos, ahí la gente no se había muerto de una gripe extraña.
Todo en aquel continente era una pobre imitación de Europa. En Buenos Aires era donde mejor emulaban la arquitectura del Viejo Continente. Las cosas funcionaban, pero dejaban mucho que desear. No así los hombres. En América, todo brotaba a flor de piel, sobre todo la pasión. Así pensaba Elisa mientras viajaba en tren desde Córdoba. Por fin no estaba sola. Un hombre fuerte y encantador la había cortejado, le había prometido reinos y felicidad en Chile. Había sido un amor fugaz, impropio de una Pando. Su vida había estado inmersa en una tediosa inactividad desde que habían zarpado desde la península. La travesía por el Atlántico no le había parecido para nada emocionante. Todos a bordo sufrían por la pérdida de algún ser querido, ya sea por la guerra o la gripe. Elisa lamentaba la ausencia y la autoridad de sus padres.
En cambio, él era todo emoción, todo aventura. Su propia aventura en medio de los Andes, en las venideras tierras indómitas de los indios, dejando atrás a sus hermanos. Erigiría un castillo para ella, digno de virreyes, con una corte que la agasajaría. Las crestas de las montañas le hacían olvidar su primera y acertada impresión del Nuevo Mundo. Sentada en el vagón, mientras su mano recibía el calor del hombre, nadaba en las aguas de su utopía.
El viaje fue largo. Prometedor.
El hombre ayudó a Elisa Pando a descender del tren y, en cuanto sus pies se posaron en el vagón, el hombre puso su atención en otras personas.
—¿Quiénes son?— preguntó Elisa, ensoñada.
—Mis hijos.
1920
A pocos kilómetros, veo a Elisa arrullando a Rosa, su hija. Tiene veintitrés años. Una mujer vieja, casada con un chileno seductor. Una mujer orgullosa, idéntica a su madre que la había visto partir de España, del continente sangriento, a una casa modesta.
—Duerme, Rosa— cantaba Elisa, posando las yemas de sus dedos en la mejilla de la niña.
Rosa, del jardín de Iberia, bañada en la sangre del parto, en el llanto de los enfermos, y el sudor de los esforzados. Mi bisabuela, quien moriría ochenta años más tarde, en su ciudad natal, Santiago, acompañada de su hija menor y una nieta, otra niña flacucha que le cerraba los ojos a su hada madrina. Una mujer decepcionada de los hombres, fuerte y aventurera, igual que Elisa Pando.
Ninguna de las dos volvió a ver a la Virgen de los Remedios.
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