En el río de mis secretos

En el río de mis secretos

Malditas las palabras que hieren y las bocas que las pronuncian, maldito el dinero que nos pudre, las tierras que perdiste incomparables al amor inmenso que nos envuelve. Maldito el orgullo asfixiante, más poderoso que la compasión y que las lágrimas de su corazón… Lo sé, eran otros tiempos, quizás no menos difíciles que estos, o tal vez sí… Sin embargo ellos se siguieron amando y aún más fuerte. Por mucho que los persiguieras, seguían cantando juntos, escondidos entre los árboles y las cascadas del río de mis secretos.

Año 1981, nací yo, una niña morada y calva, en un pequeño pueblo de León. Mestiza, de padre leonés y madre granadina. Gestada desde el amor más auténtico y la tristeza más profunda que he conocido; el trece de diciembre de 1980, en un hostal de Granada. Parto prematuro por una disputa familiar, con la que mi mundo ya se comenzó a tambalear. Esa generación de románticos y apasionados de la vida, que pasamos de grabar las cintas de música con canciones de la radio, rezando para que el interlocutor no hablara en medio; al gran mundo de los móviles y las nuevas tecnologías. Esa generación que creció viendo Barrio Sésamo, merendando bocadillos de chorizo, bebiendo vasos de leche como única fuente de calcio y saltando charcos del colegio a casa, para sentarnos con los pies cerquita del brasero nada más llegar y jugar con los recortables y las mariquitas después de hacer los deberes.

El mejor momento del día era cuando nos íbamos a la cama y aún se veían algunos rayos de sol colándose entre los agujeros de la persiana de la habitación… Mi hermana y yo teníamos un pacto: no nos dormíamos hasta que nuestro padre llegaba de trabajar. Desde que oíamos el sonido de las tapas de sus botines y las llaves en las manos, nos preparábamos para hacer la cuenta, y a la de tres gritábamos: -¡Papá!- con una energía arrolladora que aún me emociona. Nos leía un cuento, que acababa casi siempre inventando y mi madre me pillaba las mantas como si fuera un sandwich. Ya me podía dormir tranquila.

De mis abuelos apenas guardo recuerdos. Ella, mi abuela por parte de madre, a la que dicen que tanto me parezco y que desde la luz me guía y me acompaña, la llevo en la mirada y me acaricia el alma; pero murió muy cerca al día de mi gestación. Y a él, mi abuelo por parte de madre, le pudo el orgullo que tanto envuelve y asfixia a esta familia; y aunque vivió hasta casi los setenta, nunca estuvo muy cerca…

A mi otro abuelo nunca lo conocí. Dicen que era alto y un hombre muy atractivo. Murió de alguna enfermedad misteriosa que mi abuela siempre ocultó, con treinta y tres años. En realidad nunca supe lo que fue tener una abuela y creo que mi padre tampoco supo nunca lo que fue tener a una madre. Doña Aurora, vestida de negro desde los treinta y tres años, cocinaba los filetes más ricos del mundo, sobriamente peinada, madrugaba cada día para dejar su casa impecable, rezaba el rosario y se sentaba siempre en el mismo banco de madera, marrón, que daba a la carretera… Enterrada en vida, creo que solo la vi vestida de un color diferente al negro un día que le regalaron una chaqueta igual de triste y oscura con los botones grises…

«¡Dichosos perros!», ¡No sé para que fumáis!»… murmuraba una otra vez. Pero te quería tanto. Ahora es cuando lo sé, y ni tú ni ella os dabais cuenta. Malditas palabras, maldito dinero, maldito el orgullo…

En fin, cuántos kilómetros recorridos cada domingo para comer junto a ella y llegar puntuales a las dos de la tarde. Días en los que había que vestirse diferente y ponerse zapatos, aunque nos dolieran los pies. Ahora, a mis treinta y siete años, y con un calcetín de cada color, las uñas de las manos mal pintadas y deseando recorrer el mundo en una caravana viviendo del teatro; resulta bastante cómico… Esos domingos, contradictoriamente fascinantes, en los que yo deseaba salir de misa para cambiarme de ropa e ir corriendo a jugar al parque y hacer pociones mágicas con la tierra y las hojas. Luego recorrerme las calles del pueblo, montando mi bicicleta azul, con el viento en contra y percibiendo los olores del pueblo, era más mágico todavía.

Continuaba la aventura en busca de la libertad… Entrábamos en un campo con extensiones y más extensiones de girasoles, colándonos por un pequeño y secreto agujero, trepábamos por algunos tejados y comíamos los tomates que nos regalaba una señora, que vagamente recuerdo, con una sonrisa tierna y su pelo de color gris, Doña Rufi.

-Vuela libre niña, vuela, hacia adelante…- me susurraba la señora Rufi cada domingo, mirando al río, como quien protege un gran secreto. – No permitas que su pena te ahogue ni te enreden sus palabras.- Lo cierto es que en ese momento, con seis o siete años, yo no comprendía muy bien el significado de sus palabras. Ahora desde la isla en la que vivo no dejo de observar el vuelo libre de las gaviotas que me atrapa de una manera casi obsesiva; de la misma manera que me sumerjo cada día en el mar ahogando cada dolor de cabeza y reinventando el amor en el que yo creo…Y es que aún, por más que quiera aún no lo comprendo…

Malditas las palabras que hieren y las bocas que las pronuncian, maldito el dinero que nos pudre, las tierras que perdiste incomparables al amor inmenso que nos envuelve. Maldito el orgullo asfixiante, más poderoso que la compasión y que las lágrimas de su corazón… Lo sé, eran otros tiempos, quizás no menos difíciles que estos, o tal vez sí… Sin embargo ellos se siguieron amando y aún más fuerte. Por mucho que los persiguieras, seguían cantando juntos, escondidos entre los árboles y las cascadas del río de mis secretos…

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