—¿Hoy no haces la caminata habitual? —pregunta Lorena a su hermana menor, quien luce desmejorada a raíz del tratamiento con quimio.
—Anda, cambia esa cara y caminemos por aquel sendero que nos conduce a esa casa que desde pequeñas nos ha llamado la atención. Siempre hemos sentido curiosidad por entrar en ella pero la valentía nos abandona. Solo merodeamos el lugar, miramos por las ventanas y salimos corriendo despavoridas por las polvorientas historias que cuenta.
—No me siento con ganas —replica Isolda.
—¡Un poco de ejercicio te sentará!
Lorena busca un abrigo para cubrirla y le anuda una bufanda al cuello. Lo que menos desea es que vaya a tomar un resfrío, reflexiona.
Por un estrecho camino emprenden la caminata, divisando al rato la casa que se alza sobre una colina rodeada de desolada vegetación.
Un fuerte empujón de Lorena hace ceder el portón de madera que da acceso a lo que fue un jardín que sus dueños mantenían con cuidado, especialmente cuando llegaba la primavera. «BIENVENIDOS», reza una tabla de madera que está a punto de caerse, mostrando las huellas de la suciedad y descuido que deja la desidia. Lorena mira al cielo y contempla un color que ya había olvidado, inhala una bocanada de aire fresco y con decisión toma la mano de su hermana y entran al lugar.
«La desolación que embarga el salón principal es clara evidencia de que en este lugar ocurrió algo que paraliza los sentidos. Se ve flotar en el ambiente la soledad, quizá por un drama tan crucial que obligó a sus habitantes dejar el lugar, pero también es posible que… ¡Qué sé yo!»
Lorena nunca se separa de su hermana, no solo por la enfermedad, sino desde que quedaron huérfanas. La acomoda en una de las poltronas repletas de telarañas que ha sacudido previamente; le abriga los pies con una de las cobijas que están tiradas en un canasto de mimbre y comienza a curiosear, dando vueltas de un lugar a otro, mientras se traga el olor que dejan los tiempos que fueron.
Observa con curiosidad cada detalle del recinto intentando descubrir el misterio que ella presiente flota en el lugar. Llama su atención un diario que está desparramado sobre el piso. Lo toma y sopla sobre él para apartar el polvo que lo cubre; aparece el título Historia de un Abandono. Mira con cierta irrealidad a Isolda, como si estuviese ante un cuadro de Magritte,se sienta en el piso y ojea lo que presume como una historia que presagia grandes secretos. Un temblor la recorre de pies a cabeza.
Sobre los cristales del gran ventanal que da hacia el jardín, se refleja el zigzag de los rayos de una tormenta que se avecina. Despierta a Isolda que se ha quedado dormida en la poltrona. A pie regresan a casa, en medio de una tarde inundada por los grises de un cielo encapotado.
En un lugar discreto, para no llamar la atención de Isolda, inicia la lectura del diario. Se queda allí hasta altas horas de la madrugada, pese al cansancio por la larga caminata.
«Tenía 23 años cuando terminé los estudios universitarios y me fui de vacaciones a una cabaña junto al mar. Él tenía treinta y siete y bastó vernos para enamorarnos. Nos convertimos en amantes clandestinos hasta que nacieron las niñas y decidimos irnos a vivir a la casa de La Comarca. Era la familia perfecta hasta que, por casualidad, un día supe toda la verdad. ¡Quise desaparecer!»
«Enloquecí y cosí su estómago a puñaladas. Ya no podía seguir amando a mi propio hermano con quien había engendrado dos hijas: Lorena e Isolda. ¿Cómo reaccionarían cuando supieran nuestra trágica historia? De solo pensarlo se me hiela la sangre…»
—¡Pobre mamá! ¡Imagino sus sufrimientos!— musita Lorena mientras por sus mejillas ruedan lágrimas de dolor.
«Pasé toda la noche contemplando el cadáver que no quería dejar solo. Me desboqué y comencé a reír a grandes carcajadas buscando liberarme de la atrocidad que acababa de cometer, y de mitigar el dolor que me producía haber asesinado al hombre que me enseñó a sentir el amor como lo describen los poetas. ¿Por qué fuimos víctimas de un fatal destino, si no sabíamos los lazos que nos unían?»
La cruda historia que se va revelando ante los ojos de Lorena, le despiertan las ganas de fumar un cigarrillo. Pero ese vicio le está prohibido desde que apareció, hace cinco años, el maldito melanoma de vulva que mutiló a su hermana, a través de una devastadora cirugía en sus genitales. Ya desde antes se había convertido en su protectora, cuando fallecieron los esposos Prins, sus padres adoptivos. ¡Jamás la abandonaría!
—¡Cómo me vendría de bien un whisky a las rocas!
Se levanta y se dirige trastabillando al bar, como si estuviese caminando por la cuerda floja.
Antes de regresar al salón, mira la noche por el ventanal: está preñada de silencios negros y sin estrellas. Como ella misma: ¡Desolada!
…« Romper el silencio de lo oculto, convirtiéndome en una asesina, fue para mi más desolador que continuar disfrutando las mieles del pecado y la perversión a través de un aborrecible incesto. El vacío se apoderó de mi alma y me redimí, porque ya no odiaba ni tampoco amaba. Sentí que me encontraba en el traspatio de la muerte, me quedé suspendida en un tiempo y un espacio sin movimiento, mientras oía a lo lejos la sirena de una ambulancia…»
En la cara de Lorena se dibuja el desconcierto; faltan muchas páginas del diario y sabe que jamás conocerá qué le pasó a su madre. La incertidumbre siempre será un estigma y la perseguirá por el resto de sus días.
Sonríe con un dejo de amargura y dolor pintado en su boca; avanza hasta donde está Isolda, le da un beso en la frente, la cubre bien con la manta y le pide a la tormenta que se lleve la historia que acaba de leer, esa que Isolda jamás conocerá.
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