Eramos una tranquila familia conformada por mis padres, y cinco hermanos todos muy pequeños, José Miguel, Angélica, Huguito, Leonidas de cinco meses, y yo de ocho años.
Mi madre, dueña de casa; mi padre funcionario de un gran cine, además bombero (hombres que luchan contra incendios).
En mi país los bomberos son voluntarios, no perciben remuneración.
Las bocinas de incendio eran alertas para toda la familia, ayudábamos a papá a prepararse con rapidez para unirse al carro bomberil.
Cuando se marchaba en el ululante carro, nuestros cuerpos se tensaban pensando si regresaría sano y salvo.
Si los incendios eran de noche, esperábamos a papá, todos juntos en la cama matrimonial; así orábamos rogando que él llegara en buena forma. Muchas veces sus manos venían quemadas, su rostro ennegrecido por el humo.
El sufría del corazón, pero no le daba importancia, a sus cuarenta años, trabajaba, como si nada. Tenía innumerables amigos, y era muy querido, por todo quien le conocía.
Llegado el fin de año, recibíamos visitas de la familia. Recuerdo la alegría de papá, bailando como un joven, con su torso en camiseta, todos muy alegres; nosotros los niños revoloteando alrededor, hasta la madrugada.
En algún momento, los chicos caíamos rendidos por el sueño. Alrededor de las ocho A.M., de ese primero de Enero, desperté sobresaltada, y como cada mañana corrí a ver a papá, que por tener visitas en casa, dormía con uno de mis hermanos menores.
Al llegar a su lado pude ver a mi hermanito Hugo, jugando con las manos de mi padre, y papá, ¡pobrecito!, con sus ojos mirando hacia otro mundo, su boca tratando de tomar aire con desesperación.
Corrí a llamar a mamá que preparaba el desayuno, ¡¡mamá papito se muere!!; ella corre al hospital a una cuadra de nuestro hogar; (muy pocas personas tenían teléfono en esos tiempos); en cosa de minutos apareció la ambulancia, entrando a casa, médico y paramédico.
Solo tocando a mi padre, inmediatamente, con voz algo etílica y fría anunciaron: ¡¡El caballero está muerto!!; entretanto mi hermanito seguía jugando con las manos de papá.
La noche era cálida, yo caminaba entre el gentío. Despoblado el puerto, todos tras el carro mortuorio; las antorchas formaban figuras indescriptibles ante mis ojos nublados; sola entre la muchedumbre, no quería tomarme de la mano de nadie.
Al llegar a la altura del cine en el cual mi padre trabajaba; arriba, en la hermosa terraza, muchos hombres en formación ordenada, enteramente vestidos de blanco, giraban lentamente al paso del carro mortuorio.
Ya en el cementerio; en donde hasta la actualidad, se sepultan los restos bomberiles; sonaron desgarradoras las trompetas del silencio. Yo apartada del tumulto, giraba una y otra vez, alrededor de las gruesas columnas del cementerio, cantando muy despacio, «papito ya no está, el quiso irse al cielo»; mientras las lágrimas hacían río en mis mejillas.
«Padre,
mientras estuviste a mi lado
nunca supe que era el frío
tus ojos eran verano
tus manos eran abrigo»
—-
Habías dicho a tus amigos, «no quiero morir aún, mis hijos son muy pequeños»
—
El pequeño que jugaba con las manos de mi padre, mientras papá volaba más allá de la luna y las estrellas; emprendió su viaje, a sus dieciocho años, por la misma senda cardiaca; a reencontrarse con nuestro padre.
Arriba en la primera foto mi padre, al fondo con casco, sujetando la escalera. Miguel Ángel Avaria Cáceres. Q.E.P.D. Novena Cía de Bomberos, Valparaíso. Chile.
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