A mi tío José le llamaban el Bautista porque tenía la costumbre de rebautizar lo que le apetecía. Hablaba como le daba la gana, y lo mismo decía “ojos comidos” que “uñas tristes”. Y no sólo eso, sino que incluso podía decir “la Pepita, foscardita, le mantucarreó un trancantó en toda la bobachufa que le mirotestó bocaperto” y nadie le discutía que esas palabras eran propias de la lengua, aunque no las entendiera ni él.
Fue soltero toda la vida, aunque una “pelandusca sin oficio”, en palabras de mi madre, le quiso cambiar de estado, sin conseguirlo.
Mi tío José siempre fue mi ídolo. Y sigue siéndolo. Con él crecí y con él me inicié en mil asuntos de la vida.
El día que cumplí dieciocho años, se presentó en mi casa de punta en blanco, dispuesto a celebrar la mayoría de edad de su sobrino favorito. Mi madre, su hermana, se resistió poco o nada, porque a mi tío José no se le resistía nada ni nadie, y menos su hermana mayor.
—Ay, Pepe, a ver si asientas la cabeza —le decía mi madre siempre y él le daba un beso en la frente que la dejaba rendida y desarmada. Aunque yo creo que de haberla asentado, todos hubiéramos rezado para que la desasentara otra vez.
Aquel día dijo que me llevaba a cenar a un restaurante de postín que era lo que merecía su único sobrino (tenía más, pero eran sobrinas).
—Hoy mi fiel escudero cumple la edad del hombre — puso su mano en mi hombro—. Hoy sale de la adolescencia su mayorazgo. Mi hasta hoy seguidor, será compinche con su «mayoredaz» cumplida.
Mi madre siempre le miraba boquiabierta cuando hablaba, aunque no entendiera de la misa la mitad. Y yo tuve la sensación de que me estaba armando caballero, según había leído cómo se hacía en algunos libros.
Una vez convencida, mi madre sacó la ropa que me había comprado para la boda del primo Lucas: chaqueta gris claro y pantalón del mismo color, zapatos de charol negro, brillantes como espejos, una camisa negra de una tela que no sabría nombrar pero que era muy agradable al tacto, y de colofón una corbata también negra, muy fina.
Mi tío José dio el visto bueno a todo menos a la corbata: dijo que parecía que iba de entierro con tanto negro. Así que buscó entre las de mi padre, que no llegaban a cinco, y al no encontrar lo que buscaba dijo que “sin corbata”.
Y nos fuimos a cenar. O eso creía yo.
Porque adonde fuimos no había mesas, sino sofás recargados de flores, unos, y moteados como piel de leopardo otros, y una luz tenue y rojiza, y en vez de camareros, señoritas amables que te sonreían simulando besos.
Mi tío saludaba a diestro y siniestro. Parecía que era su casa, incluso alguna señorita le llamaba Don José.
Me cogió del brazo y me llevó a un rincón donde había dos mozas en un sofá. Me presentó a Cuca y a Yoli. Él se fue con Cuca y a mí me dejó con Yoli, que se levantó, me tendió la mano, y me pidió que la acompañara. Yo ya intuí que no íbamos a cenar precisamente, y me puse nervioso, pero Yoli era una experta y supo guiarme con delicadeza por aquellos vericuetos para mí ignotos. No sé si Colón disfrutó tanto con sus descubrimientos como yo con los míos, que fueron para caerse muerto.
Ni sé el tiempo que pasé con Yoli en aquel cuarto, porque el tiempo para mí perdió su condición de señor y quedó reducido a un simple esclavo de mi felicidad y placer, y cuando salí me sentía distinto, mejor, como un explorador que descubre tierras que ni siquiera hubiera soñado. Mi tío estaba ya sentado en un sofá tomando una copa de algo con alcohol. Y a mí me invitó a otra. Nunca había tomado alcohol, ni vino ni cerveza ni mucho menos aquello que me pusieron que me abrió la garganta en canal.
Ya digo que mi tío José hablaba como quería, y así me contó cómo había pasado su tarde:
—¡Oh, la Cuca!, tiene manos líquidas y las piernas más largas que un día sin pan. Sus labios son anchos; sus hombros, carnosos. Oh, da gusto acariciarlos. Y escucharla también da gusto, disfrutar su voz penetrante y jugar con su aguda mirada.—Y prosiguió, sonriente—: ¿Y tú qué tal? Ya has visitado el cielo, ya no podrás decir que el cielo no existe.
De pronto, oímos voces, gritos, y por el pasillo apareció una señorita medio desnuda, cubriéndose los pechos con las manos y llorando. Detrás, un mameluco parecía perseguirla gritando, incluso le dio un golpe por detrás en la cabeza llamándola ramera y haciendo que trastabillara y cayera al suelo. Mi tío José se levantó y se encaró con el animal, sujetándolo, pidiendo explicaciones. El hombre sacó una pistola y le pegó un tiro en el pecho que le partió el corazón. Hubo gritos, carreras… El asesino desapareció no sé cómo ni por dónde, porque yo no dejaba de mirar el cuerpo inerte y ensangrentado de mi tío.
Para mi familia supuso un apuro desgarrador el que mi tío me hubiera llevado de putas para celebrar mi mayoría de edad y encima hubiera muerto en un burdel. Del tío José dejó de hablarse en casa, porque el solo hecho de nombrarle nos transportaba a todos, a mí el primero, a aquel lupanar inmoral que debía ser la puerta del infierno.
Y por el tío se hicieron misas todos los días durante meses, porque para él “era más caro entrar en el cielo”, decía mi madre.
Pero yo sé que vivió y murió como un héroe. Y aún después de tantos años, siempre vuelvo a celebrar mis cumpleaños, y sus aniversarios, con la Yoli.
Y conseguí que se grabara el epitafio que él mismo dejó escrito: «¡Vive tu muerte como si no hubiera un mañana!»
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