Esta soy yo a los treinta años. Ya era actriz en una compañía de éxito, la ilusión de mi vida. Muchas veces pensaba en lo increíble de esta trayectoria.
Creo firmemente en la frase «De ilusión también se vive» porque estoy convencida de que esa es la razón principal de que se haya cumplido mi sueño. ¿Cómo si no hubiera llegado desde la pequeña casa en el campo que me vio nacer a las luces de bohemia que hoy iluminan mi rostro sonriente en los teatros de ciudades de todo el mundo. Sí, de todo el mundo. En este planeta globalizado lo mismo actuamos en Madrid como en Cuzco (Perú), Manchester (Gran Bretaña), Agra (India), Verona (Italia), Montreal (Canadá), Oslo (Noruega) o Salta (Argentina). Me encanta coger el avión con nuestra compañía y volar a un sitio nuevo para actuar frente a un público desconocido. Siento el hormigueo del riesgo, de la aventura, de esa adrenalina que recorre mis venas y eriza mi piel.
Se lo debo todo a mi abuelita Teles (Telesfora). Ella alimentó la fantasía en mi mundo interior y ese mundo mágico pudo aflorar fuera de mí gracias a que me ayudó a creer en los milagros. Por eso este milagro pudo transformar mi vida.
Mis padres trabajaban todo el día desde el amanecer en el campo y con los animales por lo que yo pasaba la mayor parte del tiempo junto a mi abuela en la cocina de la casa. Teles padecía de artrosis avanzada que afectaba a casi todo su esqueleto de manera que casi nunca abandonaba su silla de enea junto al sagato. Allí realizaba trabajos de todo tipo para los que pedía mi colaboración constantemente. Tengo su imagen grabada a fuego en mi memoria, no necesito la foto para visualizarla, y su voz dentro de mis oídos como si aún me llamara a cada instante.
Mientras se hacía el potaje cada mañana a fuego lento en el rescoldo, ella no dejaba de hablarme con esa voz dulce, cariñosa, sugerente. ¡Cuántas historias me contaría! De todo tipo. Por ella conocí el contenido de casi todos los cuentos infantiles del mundo, de las principales novelas y obras de teatro de la literatura castellana y universal. Además recitaba poesías como los ángeles y cantaba fragmentos de zarzuelas. Se me olvidaba decir que también me enseñó a leer y que me fue regalando uno a uno todos sus queridos libros. Nadie en el mundo ha podido recibir una herencia tan buena como la mía, como todo lo que me dio mi entrañable abuelita.
Pronto me pidió que leyera textos para ella y me enseñó a entonar adecuadamente. Luego quiso que aprendiera versos de memoria y me explicó cómo tenía que recitarlos, sintiendo lo que decía, vocalizando bien, sin perder el ritmo. Me paraba para pedirme moderación en la expresión de mis emociones para que no resultara cursi ni cargante. También me indicaba la forma en que debía mover mi cuerpo adecuándolo al contexto de las palabras.
Sin salir de la cocina fuimos construyendo entre las dos el maravilloso mundo de las palabras, las emociones y las representaciones que tanta compañía me han hecho toda mi vida.
No pude ir a la escuela hasta los nueve años, cuando nos mudamos al pueblo a vivir. El bagaje de conocimientos con el que llegué a clase sorprendió tanto a mi maestra que enseguida convenció a mis padres para que pidiera una beca que me permitiera estudiar.
Cuando llegué a la Escuela de Arte Dramático ya no vivía mi abuelita; sin embargo yo no daba ni un paso ni pasaba un minuto en aquellas aulas sin visualizar su presencia, sin agradecer sus enseñanzas, sin preguntarme qué me sugeriría ella para ese momento. Pensaba que se hubiera sentido muy orgullosa de mí.
La primera vez que me subí a un escenario lloré de emoción recordándola y siempre, siempre, es la primera persona que nombro en mis agradecimientos.
Fin
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