Hace muchas lunas apareció en mi habitación, iba descalzo, con una lampara en su mano izquierda y un libro abierto en la derecha. Me dio un breve consejo y desapareció en el umbral de la puerta. No alcancé a preguntarle sobre su otra vida.
Cuentan que lo han visto también en algunas librerías de barrio donde se intercambia y se compra libros usados con sus hojas marchitas por las múltiples lecturas. Pero dicen que prefiere las pequeñas bibliotecas de las escuelas rurales, donde suele dejar prestados los volúmenes del «Poema Pedagógico» de Makárenko, que los niños y sus maestros se apresuran entusiasmados a leer y comentar en grupo.
Con su carita triste y su mirada escrutadora, el tío César, mi fantasma, murió en 2010 en su casa repleta de libros en un céntrico barrio de Quito, pocos días antes de cumplir los 105 años de edad.
Mi fantasma es un sabio, viejo centenario, gran conversador aunque la sordera le jugara una mala pasada en los últimos años de su vida terrenal. No usaba los audífonos porque le estorbaban más que la soledad. Nunca dejó de leer, aun con su vista cansada. Pocos años antes de morir solía pedir a algún visitante ocasional, que le consiguiera un libro de Saramago o de Pamuk, del que se había enterado por la radio o en las páginas culturales de algún periódico.
Siendo aún niño, cuando vientos de revoluciones liberales y socialistas soplaban por el mundo, su padre, un maestro zapatero, y su madre, una pequeña comerciante, le iniciaron en el compromiso con las causas justas, compromiso que nunca abandonará. Tuvo educación cristiana en su niñez, pero pronto se liberó de ella. Terminada la escuela primaria, inició su largo camino de tipógrafo y librero.
Muy joven se prendió de un sueño de libertad y participó, todo el tímido, como Gasparín, en las reuniones de intelectuales y obreros para la conformación, primero del partido socialista en 1926 y luego del partido comunista en 1931, cuando la luz eléctrica seguía siendo un raro lujo en las casas y las oscuras calles adoquinadas del centro histórico de Quito.
Puede no ser una sorpresa que una persona cumpla un siglo de vida, pero lo extraordinario de César es que llegó a esa importante edad caminando por la ciudad con su boina de casimir, saludando a los camaradas y con esa lucidez que le permitió mantener su perspicaz análisis político hasta el final.
Como un aprendiz de fantasma bueno, aunque aún no sabía su próximo destino, siempre abogó por la unidad de todas las tendencias de izquierda, incluso de las que reconocía como más radicales y poco ortodoxas, fue también incansable promotor de la solidaridad de los pueblos del mundo.
Disimulada en su rígida coraza militante, se escondía su verdadera pasión, los libros, que le conducirían definitivamente por caminos etéreos. Fue un librero de cepa y continuó así en la intimidad de su modesto hogar tapizado de volúmenes de literatura y marxismo. Dostoyevsky su favorito. Allí le visitábamos y nos nutríamos de su sabiduría y su inusitado entusiasmo.
En la librería que mantuvo en su juventud y edad madura, en las frías noches, se reunían incrédulos militantes, intelectuales de izquierda, poetas, novelistas, pintores y hasta alguno que otro anarquista o masón progresista que se colaba, en largas tertulias y jornadas de bohemia, acompañadas de las campanadas de las iglesias, de los acordes de las guitarras, del humo de los cigarrillos y del infaltable “guagua montado” o vodka Stolichnaya.
Entre las anécdotas simpáticas, contaba el mismo César: Aquella vez, saliendo de la Universidad Central, luego de la Asamblea Constituyente del Partido Socialista, al cruzar la Plaza Grande se nos ocurrió gritar: “¡Viva el socialismo carajo!”. Una turba de curuchupas estuvo a punto de lincharnos. Era pequeño y logró escapar por entre las piernas de alguno…
Pero sin duda, más graciosa es la del comunista -el César- en la procesión de Viernes Santo, vestido de cucurucho y con la vela apagada, por algo le decían judío. O aquella de un perro bravo que frustró la revolución al sacar en picada al César en medio de una importante misión que le habían encomendado. Por supuesto que estas dos últimas historias no fueron ciertas, o no del todo, pero eran bromas relatadas maliciosamente y en medio de gran júbilo por algunos de sus compañeros de andanzas. Aparentando estar enojado pero sonriente, solía replicar: ¡sólo estaba observando la procesión por mera inquietud intelectual, pendejos…! y recibía carcajadas por respuestas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, César contribuyó a la constitución de un comité antifascista y fue su presidente en alguno de esos fatídicos años. Todavía debe andar persiguiendo a alguno que otro fascista, sobre todo a aquellos que llevan varios crímenes en sus espaldas.
En su papel de periodista, participó en la fundación del periódico socialista “La Fragua” en 1927 y a partir de ello, como articulista, editor o director, en muchas otras publicaciones de esa línea. En su pequeña imprenta, clandestina en los momentos difíciles, durante mucho tiempo se editó e imprimió el periódico “El Pueblo”, órgano oficial del Partido Comunista.
Ningún revolucionario que se considere tal, menos uno que va a ser fantasma, está completo si no ha conocido la cárcel, César no fue la excepción. No soportaron sus peroratas y tuvieron que pronto dejarlo libre.
En sus 105 años, fue un verdadero bastión y archivo viviente de la siempre pretendida y nunca encontrada revolución ecuatoriana que cada vez parece más lejana. Fue también la memoria de los principales hechos sociales y culturales que marcaron la historia del siglo XX y comienzos del XXI en el Ecuador.
¿En qué otro lugar privilegiado se sentirán hoy las pisadas y los consejos de mi fantasma? ¿Quién estará alimentándose de sus libros… y de su sabiduría?
OPINIONES Y COMENTARIOS