Pocos asistieron a su funeral, querían un poco de la herencia, pero en su testamento me heredó todo.
El tío don Waffles era taciturno y torpe, pero eso nunca lo limitó para que en su juventud lograra tantas hazañas como las que todas las noches me contaba hasta que de un momento a otro se quedaba dormido.
Se preguntarán porque le puse un apelativo tan gracioso, pues bien. Desde muy pequeño, yo solía utilizar mi imaginación y poner nombres graciosos a todas las personas que visitaban a mi familia.
Al tío Serafín le apodé Tío Gato seco, pues era alto y muy, pero muy flaco, parecía un gato por sus ojos verdes y su nariz respingada; a la tía Aurora le puse la Abejita porque siempre que llegaba a la casa pedía té, pero en vez de endulzar con azucar, pedía miel, cucharadas y cucharadas de miel y así sucesivamente a todos y cada uno de la familia con sus respectivos apodos.
Retomando lo del tío Don Waffles, le apodé así porque cada que nos visitaba, llegaba a la hora del desayuno, se asomaba por la ventana y se reía como un idiota y preguntaba. ¿No hay waffles?
Eso fue lo que le valió su gracioso apelativo, pero el día que se enteró, se soltó a carcajadas.
La culpa la tuvo mi hermana menor porque un día lluvioso, muy temprano, pasó a visitarnos, cubriéndose de la intemperie con su paraguas negro.
Mi hermana gritó: ¡Ahí viene el tío don Waffles!
Una vez estando dentro de la casa, hizo la graciosa pregunta
¿Y por qué me pusieron así, chiquillos? Terminando de explicar, a mí me apodó Bugs Bunny por mis dientes grandes y a mi hermana la Tucita (en referencia a una película mexicana de la Época de oro).
Desde ese momento le tuve un gran cariño, porque siempre que llegaba a visitarnos, me entregaba una zanahoria y me decía ¿Emm, qué hay de nuevo, viejo?
Desde luego que la zanahoria era una treta para burlarse sarcásticamente de mí; así mismo, a mi hermana le daba un pedazo de pan duro y le decía a roer el pan, Tucita. Luego de que terminaba sus chistes, sacaba de su saco dos bolsas de dulces y nos los obsequiaba.
Recuerdo perfectamente cuando enfermó de enfisema a la edad de 76 años, pero a pocos les preocupó, sus hijos mayores, Bernardo y Pepe, trabajaban en Canadá y no podían verle, Susana, la menor, tenía serios problemas por las infidelidades de su pareja, así que se hundía en un mar de depresión, ni siquiera salía a las fiestas. Los demás cabrones se hicieron los desentendidos. Por gratitud, me mudé a vivir a su casa para asistirle.
En las mañanas me iba a la universidad y en las tardes regresaba para hacerme cargo de lo que se ofreciera.
Por una parte, me sentía bien conmigo mismo, ver a mi tío contento y no inmiscuido en su propia soledad, tratando de armar trenes nuevos para su colección y posteriormente desarmarlos para volverlos a armar hasta que desfalleciera por la crueldad del dolor que lo atormentaba.
En lo que respecta, era una buena persona y nunca supe por qué todos en la familia lo veían como un estorbo o trataban de eludirlo cuando se ponía contar sus anécdotas, pues su voz era débil y su torpeza tan evidente que a veces me preguntaba el por qué una persona como él había elegido la carrera de abogado, pero posteriormente atenúe esa inquietud al conocerlo a detalle, tenía un conocimiento muy grande sobre todas las cosas, pertenecía también a una logia de librepensantes, hombres y mujeres cultos de todo el país, personajes influyentes e ilustres, nunca me contó de eso porque era un secreto, pero me dí cuenta al tratar de acomodar su biblioteca; me encontré una especie de cuarto secreto detrás de un librero móvil con todo a cerca sobre la logia, tanto me sorprendió que traté de hacerme su amigo. Su compañía y conocimientos influyeron de forma radical en mi idiosincrasia.
Como he dicho antes, su salud empeoraba cada vez más y yo no sabía como ayudarle, gastaba tanto dinero en tratamientos exageradamente costosos y viajes caros a distintas partes del mundo con tal de prolongar su vida.
Un martes 24 de octubre, llegó Lucía, su nieta. Jamás simpatizamos por su prepotencia. No supe realmente qué diablos quería, nunca ayudaba.
En mi punto de vista, pareciera que había abandonado la facultad de Ciencias políticas debido a sus malas notas y adicción al alcohol. Se levantaba muy tarde, según el tío y no hacía otra cosa mas que ver televisión, hablar por teléfono y salir con unos tipos bastante desagradables. No obstante, la chica trataba de chantajear al tío para que le diera dinero y el tío siempre accedía.
Una mañana soleada, antes de irme a la universidad, el tío me llamó y me dijo:
-Bugs, todo lo que tengo te va a pertenecer, utilízalo bien, hijo. Está a punto de cargarme la chingada-.
-No diga pendejadas, tío, se repondrá-.
-Seamos realistas, amigo. Es cáncer el que tengo, no enfisema. Ya me lo dijo Gómez Urrutia (doctor)-.
-Mire, tío. La verdad es que todavía trae salud para muchos años-
-Quisiera tener ese optimismo tuyo, pero ya no me puedo quitar el oxígeno porque siento que me desmayo, avisa a la escuela que vas a llegar tarde, agarra el carro y ve a la ciudad por el notario.
¡Empezaré con mi testamento!-.
Así mismo, regresé con el notario y me marché a la escuela.
De camino a casa, compre una bolsa de dulces de anís que tanto le gustaban, pero nunca los iba a volver a probar. Al llegar, nada era ordinario, todos los familiares fingieron tristeza y dijeron: ¡Ya falleció el tío!
Entre a su habitación sin hacer ruido porque estaba rezando Leonor, saque de mi chaqueta los dulces y se los puse en el pecho donde se cruzaban sus dedos.
-¿Qué hay de nuevo, viejo?-.
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