El calor es sofocante y aun así el enfermo se estremece como un cervatillo herido. Trata de cubrirse el pecho tirando torpemente del embozo de la sábana, pero esas manos que no hace mucho arrancaron rastrojos y escarbaron la tierra son ahora dos apéndices inútiles y desgobernados que apenas obedecen ya a los dictados del cerebro. Su mujer amorosamente lo arropa. Él la mira o parece que lo hace en un malogrado intento por agradecer la atención dispensada. El doctor acaba de llegar. Deja el maletín sobre la mesilla de noche, pero aparta antes un vaso con agua que, a juzgar por las burbujas que presenta, lleva tiempo servido sin ser bebida. No le queda ya ni sed en el cuerpo a este hombre a quien el doctor le acaba de tomar el pulso que es débil y le ha medido la temperatura que es elevada. Ahora echa mano del fonendoscopio, instrumento prodigioso con el que percibir los latidos cardíacos y los murmullos extraños y delatores que pudiera haber en sus entrañas… Terminada la exploración la mujer pregunta por el diagnóstico. El doctor no contesta con palabras sino que lo hace moviendo de un lado a otro la cabeza, solución más descriptiva que el uso del lenguaje hablado, afianzándose el axioma de que una imagen vale más que mil palabras. El doctor ya se marcha. La ciencia médica nada puede hacer aquí y otros reclaman su magisterio: uno al que coceó una mula y otro que se hizo un tajo en la mano con una hoz. Pero estos pacientes son recuperables: una venda por aquí, una friega con linimento por allá y de nuevo a la faena, que queda mucho campo por trabajar. Y no como el que nos ocupa, al que se le escapa la vida segundo a segundo sin que ningún remedio pueda contenerla. Tiene el pecho abombado y la nariz afilada, síntomas de que la muerte está cerca, afirma una vieja versada en velorios. Entonces el enfermo trata en vano de incorporarse, mira a un punto de la habitación, no hay nadie en ese ángulo pero mira como si realmente lo hubiera. También lo hace una anciana que tienes dotes nigromantes y ha dicho sottovoce que ya han venido a recogerle…
El sonido de la lápida al tapar el hueco del nicho es un sonido rotundo, como de fúnebre timbal. Los allí congregados observan silentes cómo el operario del cementerio sella con argamasa las junturas de la losa que es el postigo que incomunica a un mundo con otro… El cortejo se marcha. Parecen pájaros en desbandada. Unos siguen el camino hacia el pueblo y otros aprovechan la estadía para adecentar las tumbas de sus seres queridos
Hoy es domingo. Ya ha pasado algún tiempo desde el entierro. La viuda lleva en una mano un ramo de amapolas y margaritas que ha ido recogiendo por el camino y en la otra un cubo de cinc, estropajo y jabón. De agua se proveerá en la fuente que hay dentro del cementerio
Mientras se afana en la limpieza de la lápida le habla al difunto. Le cuenta sus problemas, porque son muchas las penurias por la que esta mujer está pasando desde que él murió. Le cuenta las cosa que han pasado y las que van a pasar, pues uniendo lo pasado con lo presente es fácil extraer de esa ecuación lo que el futuro depara. Y es que no hay manos que recojan la cosecha que es su único sustento y ella no puede sola. Los jóvenes se marcharon lejos en busca de un mejor porvenir y allí solo quedan viejos encorvados y doloridos por tantos años de huesos trillados que apenas pueden ya bregar en sus propios terruños… Así que la cosecha se perderá y retornará pútrida a la tierra que a golpes de azada la parió… Le cuenta que de hambre no se va a morir, que con lo que cabe en una mano se basta. Le dice que le queda algún ahorro y que si llegara el caso podría vender las pocas alhajas que atesora. Muchas cosas le dice mientras friega la lápida con el estropajo rebosante de la espuma del jabón de sosa y aceite, aguardando, en su ingenuidad, a que el finado le conteste algún día, porque las almas, deben tener un lenguaje, piensa ella, una forma de entablar comunicación con los vivos… Él contestará, está segura de ello. No sabe en qué idioma, con qué lengua, con qué gramática lo hará, porque donde quiera que ahora esté, seguro que vela por ella como siempre hizo desde aquella lejana y cálida noche de verano cuando se besaron por vez primera, atenazando para siempre el vínculo de amor que les mantuvo unidos hasta el fatídico día del óbito. Él contestará… Y no le faltará razón por aseverar en tal idea, porque cuando regrese a casa se habrá producido el milagro. En un primer instante pensará que el sol, que llevó de frente todo el camino, le ha ablandado la sesera, porque en el cobertizo, apiladas encontrará las cajas de madera con las que se recoge la cosecha cada temporada y dentro de ellas esa cosecha, más esplendorosa que nunca y en el huerto volverá a estar la tierra abierta en surcos, preñada de simientes y regada con nutriente agua. Entonces sabrá que por fin ha recibido la ansiada contestación.
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