Conociéndome a mí mismo, me veo desnudo en el fondo de mí alma y de mis pensamientos. Paso mi vista por los alrededores de mis jardines interiores y allí está el hombre civilizado. Se pasea en las aglomeraciones inmisericordes de su propia existencia, y pienso : «en estas carencias de valores morales, sería mejor entregarnos al olvido voluntario de nosotros mismos».
Cuando olvidamos nuestra existencia del ayer y echamos a un lado el presente, nos llega del infinito, una paz qué aunque corta, habla del existencialismo al que nos apegamos. En ese mirar retrospectivo, lleno de tanto esplendor, mi propio fantasma deambula sin saber a donde ir. Trata de remontar el vuelo cual águila desplumada, esquivando las hogueras de las melancolías que buscan apresarme, para hacer que arda, y borrar de mi presente, la angustia del pasado.
Esa luz cegadora que viene a nosotros, y nos cubre, hace que secretamente deseemos oscurecernos, para que prevalezca hasta el más allá, ese amor que llevamos adentro, y que jamás morirá.
Ese es el misterio que nos envuelve, vivimos para nosotros, y sufrimos por llevar a otros, esos tiernos cariños que nacen del amor.
La tierra oculta en lo más profundo de su alma giratoria, esos ricos yacimientos del fino metal; nosotros tambien ocultamos en lo profundo de nuestro ser, ese amor que siempre nos acompañará.
Cuando veo a un niño en su lecho de amor, siento despertar esa ternura que todos llevamos en nuestro ser y que nos emociona. También llega a mi, la zozobra y la tristeza, al pensar que su inocencia presente, será ahogada por el dolor y la angustia que nos da la vida
Esa sensación de soledad y tristeza , que siempre me acompaña, me abruma y hace que camine por senderos de melancolía, haciéndome recordar el ayer que marcó mi presente.
Prediqué en el desierto, el viento seco y voluble se llevó mis palabras, y mis buenas intenciones a las sombras del olvido. Alegrias de ayer, tristezas de hoy, que acentúan la ruta del solitario.
Como un Dios mitológico, mis batallas pareciera haberlas librado en las nubes, porque en la tierra el fragor del combate no se escuchó.
Todo lo he dado. Y aunque mi vida es mía, siento que no me pertenece, y que ésta, se desgarra a jirones con el pasar del tiempo.
Recuerdo mi adolescencia, siempre triste, llena de temores y malos presentimientos, cómo si hubiese transcurrido en el frio invernal de la vida, gris, y sin emociones. Así pasó mi vida, en el silencio complice de mi dolor.
Ausente de mis raíces, desde casi siempre, volver a ellas me obsesiona. Las veo lejanas, y mi mente me dice en secreto que ese deseo no se hará realidad, haciendome doler el alma, sumergiendome en las amables sombras de la soledad, llevandome a navegar por las estridentes borrascas del silencio.
En el movimiento estático de la desolación, sufro por mis progenitores que ya no están. Mí vida vuelve al pasado y con los ojos de la melancolía, los recuerdo. También a mis hermanos, a mis seres queridos, mis amigos y a quienes diera mi querer.
Sufro lo indecible, al no poder acariciar esos rostros con su mirar bondadoso y zurcados por las arrugas que el tiempo les dejó. Esos cabellos con la canicie de la sabiduria, el aura de soledad que siempre los envolvió, y esos aires de solitarios empedernidos y resignados, en espera de que les llegara el día de su partida.
Mi padre siempre fue mi héroe, se le veía liderando acciones de justicia, moral y libertad. Llevó en alto la bandera del dolor de los demás, y para tratar de mitigar esos sufrimientos, cabalgó como jinete de la esperanza, como un amante efímero de la libertad y enamorado acérrimo de las estrellas, hasta que un día, a una de ellas viajó.
Mi madre, alma gemela de mi padre, triste, y empecinada en dar todo de sí, sin esperar nada a cambio. Era canto, arrullo, paz y tormenta, que unidos como almas creadoras, dieron su herencia, para vivir en nosotros en cada suspiro, y hacer que luchara contra la suerte, para buscar mi propio destino llevando la mansedumbre y el esplendor de las estrellas, para que un día, al igual que a ellos, devoraran mi corazón.
En mi, solo hay agradecimientos por ese sacrificio de toda una vida, y haberme nombrado cómo el cuidador de su herencia moral y espiritual, que me ha llevado por la vida lejos de todo lo que está mal.
En la distancia, siempre estuve presente, y a pesar de que mucho hice, siento una sensación dolorosa en mi interior, podría haber hecho mucho más. No es remordimiento, es el dolor de no haber compartido más tiempo con quienes tanto se amó.
El dolor a cuestas, pesa sobre mi ser, y me hace pensar que la tristeza que vivieron mis padres por mí ausencia, hoy la vivo , por la ausencia de mis hijas.
En medio de la algarabía de vivir, cruzando senderos de dolor y muy pocas veces de felicidad. Nos preguntamos si el vivir es para nuestro bien o para nuestro mal. No hay respuesta, jamás lo sabremos, solo sabemos que estamos vivos y que cruzamos senderos llenos de espinos que lástiman el alma y a veces nos hacen sollozar.
Mi dolor y soledad, son consolados por la compañia de una esposa triste que se consuela, con mi consuelo. Juntos nos llenamos de esperanza y con el amor que nos tenemos, nos armamos de paciencia, esperando que este dolor termine y que un día podamos darnos un abrazo pletórico de felicidad, que llene nuestro sentir, para que siga alumbrando más allá de nuestra existencia, la llama de nuestro amor.
FIN.
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