Señor, ten piedad

Señor, ten piedad

Debía ser junto al nicho, pero la lluvia nos obligó a entrar a la capilla. No soy mucho de visitar iglesias… la verdad. Siempre ando a remolque para sentarme, incorporarme o responder al cura. Además se me enfrían los pies aunque sea verano. Pero hoy es especial. Se murió mi tío Anselmo y deseaba ser enterrado en su pueblo.

El murmullo cede al silencio cuando aparece el cura que camina hacia el altar sin mirarnos, como si la cosa no fuera con él. La gente se pone de pie y yo también.

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo —dice el cura con voz de tómbola.

Mi tío Anselmo vivía en Venezuela. Dicen que allí se hizo rico. Creo que lo vi una vez. La familia del pueblo asiste hoy a su funeral. Para eso volvimos nosotros.

—Bendigamos al Señor que, por la resurrección de su Hijo… —truena la tómbola.

Está su otra hermana que siempre dijo que mi tío era un pedazo de golfo que dejó a su novia embarazada y prefirió largarse a Venezuela antes que dar la cara, dejando a ambas familias en vergüenza. Su rostro es como un jeroglífico egipcio que su marido debe descifrar a cada instante.

Mi madre está a mi lado. Alzheimer le pregunta: «Quién se ha muerto» y ella me lo pregunta a mí. «Tu hermano Anselmo» le respondo en voz baja. Ella añade: «Mi hermano Anselmo está en Perú». Para mi madre, todos los de América que hablan en español, son peruanos.

—Hermanos, todos tenemos familiares y amigos que han muerto. Hoy los recordamos… —insiste el cura que sigue a lo suyo.

Delante está el supuesto hijo de mi tío, mi primo según su madre, que está junto a él. De vez en cuando hablan, seguro que calculando la herencia que les correspondería.

—Tú que has vencido la muerte y has resucitado, ten piedad de nosotros.

Muevo los labios como que contesto con eso del «ten piedad».

—Tú que resucitaste a Lázaro del sepulcro…

Aquí no llora ni Dios. No creo que mi tío Anselmo quisiera levantarse ahora de la caja. Mi madre decía que se largó tras la guerra, con casi cuarenta. Que en Venezuela conoció a una chica mucho más joven y tuvieron a mis cinco primos de la foto.

—Tú que nos has prometido una vida eterna contigo…

—Ten piedad de nosotros —responde la gente.

—El Señor todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.

—Amén —digo, pensando que a Dios se le acumula el trabajo.

«Quién se ha muerto» me pregunta mi madre «tu hermano Anselmo» le respondo. «¡Mi hermano Anselmo está en Perú!» concluye, como si en Perú no se muriera la gente.

—Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos. Hermanos, los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo…

Hay gente que no conozco. Serán primos, familiares lejanos, antiguos amigos del pueblo y otros vecinos que vienen por hacer bulto. Esos que van a todos los entierros. El albañil mira nervioso su reloj. Hay viejos que habrán venido sabiendo que Anselmo era más joven, para agradecer el tiempo que llevan viviendo de prestado.

—Palabra de Dios… —dice el cura, empeñado en no dejarme pensar.

—Te alabamos, Señor —respondo, porque eso lo recuerdo.

—Hermanos, invoquemos con fe a Dios Padre todopoderoso que resucitó de entre los muertos a su Hijo Jesucristo para la salvación de todos… roguemos al Señor.

Muevo los labios como si respondiese algo.

—Para que libere al mundo entero de todas sus injusticias, violencias y signos de muerte, roguemos al Señor.

Murmullo generalizado.

—Para que acoja e ilumine con la claridad de su rostro a todos los que han muerto en la esperanza de la resurrección, roguemos al Señor.

—Roguemos al Señor —repiten.

Mi hermana está fumando fuera. Yo también saldría a fumar… si fumara.

—Para que reciba en su reino a Anselmo y a todos los difuntos de nuestras familias, roguemos al Señor.

Otra vez.

—Para que nuestra visita y nuestras ofrendas de flores, velas y comida sean signos de nuestra fe en la vida más allá de la muerte, roguemos al Señor.

Otra.

—Para que la fe en Cristo mueva nuestros corazones para dar frutos de solidaridad y de justicia, roguemos al Señor.

Más de lo mismo.

—Oremos, hermanos, como Jesús mismo nos enseñó: «Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado…».

Retahíla coral.

—El Dios de todo consuelo, que con amor inefable creó al hombre y en la resurrección de su Hijo ha dado a los creyentes…

—Amén.

—Él nos conceda el perdón de nuestras culpas a los que vivimos en este mundo y otorgue a los que han muerto el lugar de la luz y de la paz.

Otra vez «amén».

—Y a todos nos conceda vivir eternamente felices con Cristo, al que proclamamos resucitado de entre los muertos.

Y otra.

—Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotros…

El último «amén»… me parece.

—Dale a Anselmo, Señor, el descanso eterno.

—Y brille para él la luz perpetua —dicen todos menos mi madre y yo, que no sabemos qué decir.

—Que las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.

Faltaba otro «amén».

Unos operarios levantan la caja, como si fuera un frigorífico estropeado, para llevarla en volandas hasta el nicho. El albañil trota tras ellos. La gente se arremolina en la puerta sin saber bien qué hacer y uno comenta: «Dicen que el muy hijo de puta se lo dejó todo a la de Venezuela. ¡Todo! Hasta esta casa del pueblo». Algunos asienten con la cabeza. «Menudo cabrón. Cómo debe estar la familia» susurra otro sonriendo.

Sigue lloviendo. Todos nos quedamos mirando, pero nadie decide acompañar a los operarios. ¡Total! ¿Ya? Para qué.

Mi madre agarra mi brazo y tira fuerte para que me incline. «Quién se ha muerto». «Tu hermano Anselmo». «¡Bah! ¡Mi hermano Anselmo está en Perú!».

—Fin—

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