Mi abuelo era un humanista autodidacta con una profunda fe en la naturaleza humana, convencido de que no existía en el ser humano la maldad, sino tan sólo la enfermedad mental: “La agresividad siempre es síntoma de debilidad o miedo”, decía. “La única cura para el odio es no seguir alimentándolo con más odio”.

Era considerado por sus vecinos un hombre sabio y todos le respetaban y apreciaban su indiscutible honestidad.
Algunas de sus afirmaciones en las tertulias de la taberna le habían costado algún disgusto, como cuando afirmó delante del cura, que le amenazó con la excomunión, que no negaba que existiera algún dios, pero que personalmente consideraba a su cerebro incapaz de concebir lo infinito simplemente porque era finito. O cuando afirmó que algún día las mujeres tendrían exactamente los mismos derechos que el hombre.

Mi abuelo era castañero y heladero, según la temporada del año, en un pequeño pueblo gallego atravesado por un río que, según el dicho popular, cada año se cobraba, irremediablemente, cierto número de víctimas en el altar de sus aguas.

A lo largo del verano de 1936 la macabra sed del río sería sobradamente saciada.
La locura pareció apoderarse de los vecinos y mientras unos desahogaron su ira contra quienes habían ostentado el poder durante siglos manteniéndoles en la miseria, otros cometieron todo tipo de abusos y crímenes una vez que el pueblo fue conquistado por las tropas golpistas.

Durante aquella terrible guerra mi abuelo salvó la vida a varias personas de los dos bandos combatientes. Él veía, y se enorgullecía de ello, personas, no banderas o ideologías, y repetía una y otra vez, que era totalmente apolítico.

Entre esas personas socorridas por él se encontraba un sindicalista asturiano que pretendía llegar a La Coruña para embarcar hacia Argentina, desde donde le enviaría durante años una carta mensual de agradecimiento a mi abuelo, teniéndole siempre al tanto de los pormenores de su familia; “. . .Estos niños, señor Francisco», le escribía, «nunca habrían nacido sin su valentía.”

El primer caso de los cuatro en que mi abuelo salvó una vida sucedió una tarde, cuando una multitud enfurecida intentaba linchar a un militar que se había pronunciado a favor de los sublevados. Mi abuelo le salvó metiéndole dentro de su destartalado carro de helados, teniendo que atravesar después la multitud que buscaba airada al fugitivo. Uno de los vecinos le preguntó a mi abuelo qué llevaba en el carro, a lo que éste contestó, con la sangre fría que le caracterizaba, que llevaba unas gallinas que había comprado esa mañana, al tiempo que salía del interior del carro un cacareo tan natural que hasta mi abuelo dudó por unos segundos si era cierto cuanto acababa de decir.

Aquel hombre permaneció escondido tres días en el sótano de la casa del abuelo, tres días en los que no salió de su boca nunca la palabra “gracias”, pero sí muchos insultos contra sus vecinos: “Esos rojos hijos de . . . “ “Ellos creen tener razón tanto como usted», le respondía mi abuelo, «si no nos sentamos los españoles a dialogar y anteponemos la razón a los odios de cada uno esto puede terminar en una guerra abierta.” El otro callaba y miraba con desconfianza, sin poder comprender la razón de que le hubiera salvado la vida si no compartía sus ideas. El abuelo justificó la actitud del prófugo diciendo que el miedo puede transformar a cualquiera en un ingrato o un cobarde.
Cuando al poco tiempo la zona fue ocupada por el ejército insurrecto, el militar se despidió de mi abuelo diciéndole: «Su servicio a la patria será recompensado económicamente en cuanto me integre en mi unidad . . . «
Mi abuelo le miró a los ojos y le pidió lo mismo que habría de pedirles a las otras tres personas a las que salvaría la vida:
“Como ha visto somos una familia modesta, pero en mi casa no falta comida. Me gustaría pedirle a cambio de la ayuda que le he prestado su palabra de honor de que hará cuanto esté en sus manos por salvar las vidas que pueda en esta locura de odio que enfrenta a los españoles. Sé que es usted militar y no puedo pedirle que cumpla su promesa en el campo de batalla, pero los dos sabemos que está muriendo más gente por venganzas y ajustes de cuentas que en enfrentamientos armados. Los edificios se pueden reconstruir, la pobreza pasará, pero cada muerto significará un mundo destruido, algo irreparable, la vida debe ser siempre sagrada. ¿Tengo su palabra de honor?”
“La tiene”, respondió secamente el militar.

Años después, ya finalizada la guerra, aquel hombre llegó a ser Gobernador Militar de La Coruña. A fin de conmemorar su victoria, los vencedores celebraban cada año un desfile, encabezando uno de los cuales estuvo el citado militar, que se paseaba altivo en un negro y reluciente automóvil.

Al volver la vista hacia el pedestal de la fuente de la plaza, donde mi abuelo llevaba casi medio siglo instalando a diario su carrito, la mirada del militar y de mi abuelo se cruzaron: mi abuelo permaneció inmóvil, mientras el militar giraba de golpe, al verle, la cara hacia otro lado, al tiempo que se obscurecía su semblante, recordando tal vez la infamia de su palabra no cumplida, pues en el pueblo se comentó en los días previos al desfile que él personalmente había firmado decenas de sentencias de muerte de civiles, la mayoría sin ningún delito de sangre. Mi abuelo siguió mirando impasible, pero no pudo evitar que las lágrimas inundaran sus ojos; no le dolía la ingratitud, sino el pensar que salvar una vida había significado, por una cruel paradoja del destino, segar decenas de otras vidas inocentes.

Aunque el abuelo siguió viendo personas y no banderas, aquel día se tambalearon algunas de sus ideas, y nunca le volvimos a oír decir que fuera apolítico.

Francisco Antonio Vidal Seara – Nekovidal

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