Yo era muy joven cuando lo conocí. Era un hombre de mediana edad, apuesto e inteligente. Trabajador exitoso, había escalado rápidamente posiciones importantes. Era el director de una organización internacional que tenía vínculos con la empresa en la cual yo trabajaba como secretaria y viajaba con relativa frecuencia a mi ciudad. Las jornadas de trabajo eran extenuantes. Largas horas tomando notas taquigráficas en dos idiomas y luego la transcripción utilizando las lentas y duras máquinas de escribir.
Cartas van y vienen con instrucciones para impulsar los proyectos en marcha. Llamadas telefónicas que se conseguían luego de esperar horas interminables para que las operadoras internacionales se pongan de acuerdo y localicen a la persona. ¡Cuán difícil era en aquel entonces, recibir noticias! Una carta enviada desde el lugar más cercano, demoraba mínimo siete días. Cuando se la recibía, la emergencia había sido superada, o no, pero había dejado de ser una prioridad.
Él era viudo. Tenía un hijo de cuatro años cuya madre había muerto de parto. Yo emergía de una dolorosa adolescencia y me sentía sola. Surgió una atracción que poco a poco fue llenando nuestras vidas, revitalizando los sentidos, agudizando las mentes y dando alas al espíritu.
Luego de breves encuentros, vigilados de cerca por mi madre, que nos dejaban con el cuerpo y la mente anhelantes, logramos fijar, en secreto, la fecha para una reunión definitiva.
AREA era la única empresa ecuatoriana de aviación que realizaba un vuelo semanal a la ciudad donde residía aquel hombre .
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AEROMAGAZINE AREA ECUADOR (FOTO AUTOR DESCONOCIDO)
Él había puesto sus condiciones para formalizar nuestra relación. Deseaba que yo conociera a su hijo antes de tomar la decisión de compartir su vida conmigo. Yo había planificado pasar un par de días en su compañía y en la de su hijo y luego proseguir a los Estados Unidos donde debía realizar un trabajo. La comunicación deficiente, se convertiría en mi aliada en esta ocasión. ¡Mi madre no tenía por qué enterarse de mis planes!
Él me dijo que me esperaría al pie de la escalinata del avión en el aeropuerto de su ciudad, con un anillo de amatista que es la piedra de la paz, el amor y la protección. Si yo no arribaba en el vuelo que habíamos fijado, comprendería que no tenía ningún interés en su propuesta.
Nadie conocía mi decisión, especialmente mi madre, quién nunca hubiera permitido un viaje en aquellos tiempos en que una joven de familia, no podía pasar la noche en casa de un hombre que no fuera su esposo; menos aún, vivir una luna de miel anticipada.
¡Confiaba en la divina Providencia! Tenía 18 años, era mi primer viaje sola fuera del país. Los teléfonos celulares y el internet no existían; la comunicación era mala, no tenía experiencia y sólo contaba con unos viáticos para el viaje.
El avión encendió los motores y se deslizó por la pista. Mis pupilas se dilataron; los latidos de mi corazón se aceleraron presintiendo el encuentro y el calor del abrazo. Creí divisar entre las nubes a la figura querida. Mis mejillas se encendieron ante la expectativa de la ansiada aventura.
Transcurrida una hora de vuelo, el capitán anunció con voz gangosa e indiferente que, debido al mal tiempo reinante en la ciudad donde él me esperaba, debía continuar, sin escalas, rumbo a los Estados Unidos, mi destino final.
El anillo me fue entregado años después. Fue su última voluntad.
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